¿El uso de las lenguas oficiales en el Congreso puede ser un paso más en la normalización del euskera o es algo simbólico?
—Más allá de lo simbólico, es también un uso real y constatable. Y tiene influencia en la normalización, ya que influye en la percepción de la población. Es decir, si en unos años se olvida la trifulca política la población percibirá como normal que en el Congreso se utilicen distintas lenguas. Entonces, además de un aspecto simbólico, y pese a que es un acuerdo táctico por otro tipo de intereses, tiene efectos prácticos positivos.
Llama la atención que se haya tardado tanto en su utilización en las instituciones españolas pese a que son lenguas oficiales reconocidas en la Constitución.
—Sí, pero más allá del reconocimiento en la Constitución en la práctica el euskera se encuentra con numerosas dificultades. En muchos casos son reticencias ocultas, no manifiestas, que dificultan dar pasos positivos en una dirección. Todos sabemos que en el Estado hay muchas reticencias hacia cualquier elemento diferencial. Se conciben los estados como unidades uniformes y sin margen para la diversidad de ningún tipo. Entonces, cuesta mucho asumir y promocionar aspectos que formalmente sobre el papel puedan estar reconocidos. Y una cosa es la política formal y de acuerdos tácticos en momentos concretos, y otra cosa es el devenir políticos más profundo. Desgraciadamente, suelen ser niveles muy distintos.
Sí resulta triste que estos pasos se den por pactos que únicamente obedecen a la aritmética y a la necesidad política puntual...
—El tema es cómo gestionarlo. Es decir, hay sociedades con culturas más abiertas al diálogo, a la reflexión, al alcance de acuerdos. Y hay otras mucho más rígidas y menos flexibles que, para empezar, ni siquiera intentan entender a la otra parte y simplemente se encierran en sus planteamientos, en sus principios, y consideran que no hay otros correctos. El Estado español pertenece a este segundo tipo de culturas; entonces, cuesta avanzar en cualquier esfuerzo identitario o lingüístico o cultural, y no digamos ya político o nacional.
Yendo más al ámbito de la Unión Europea, que es donde está ahora también la partida en juego, parece que va a ser más complicado. Hay países reticentes que han demorado la cuestión pidiendo un estudio jurídico a fondo.
—Hay que recordar que el Consejo de Europa en 1992 ya firmó la Carta Europea de Lenguas Minoritarias. Entonces, ya hay una trayectoria en ese sentido. Ahora bien, lo mismo que decíamos para el Estado español: una cosa es el papel y otra la realidad. La Carta ha de ser firmada y ratificada por cada uno de los estaods miembros y, actualmente, lo han hecho 17, pero el resto no, entre ellos Francia. Entonces, son principios que se aceptan pero no conllevan una materialización ni institucional ni social.
Además, se consideran cuestiones internas de los estados.
—Sí. Sucede que dentro de la UE es cada uno de los estados quien tiene la competencia y habría de tener la preocupación por las lenguas que pertenecen a su propio Estado. La UE no tiene capacidad de actuación directa sobre la situación lingüística de cada uno de los estados.