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¡Horror! ¡Vienen los buenos!

Con el 80 aniversario del desembaro de Normandía he podido rememorar los clásicos cinematográficos de la infancia, aderezados con un bombardeo de reportajes en las plataformas digitales. Habré visto caer herido al mismo infante en Playa Omaha una media docena de veces en diferentes documentales. Sigo sin saber qué fue de él y los que me lo programan tampoco parecen interesados.

Pero, a estas alturas, los recuerdos en blanco y negro ya no vienen acompañados de la paz de espíritu de antaño. Uno veía aquellas lanchas de desembarco cargadas de semillas de democracia que se iban a implantar en una Europa subyugada por el fascismo y tenía claro quiénes eran los buenos. Era una herejía dudar de quién debía ganar, a quién le estaba bien empleado que le reventaran las tripas con una granada y por quién debíamos sufrir si se rompía una uña.

Ya me lo venía advirtiendo Fito Cabrales cuando cantaba eso de que la realidad “no es como en las pelis del chico americano, donde el guapo es el bueno y los malos son muy malos”. Aunque sabido, sigue siendo heroico no elegir bando cuando los uniformes organizan tan bien la escena. Las atrocidades justificables existían porque se suponían encaminadas a evitar atrocidades mayores; ahora ya solo sirven para que las atrocidades las cometan los buenos y no los otros. Jugando al empate, no son mejores. Más refinadas quizá; más asépticas, seguro. Los nuestros y los suyos pueden salir de un homicidio múltiple perpetrado con un dron sin un salpicón de horror en la conciencia. Y, si no salpica, no hace falta limpiárselo. ¡Qué carajo! Lo que no hace falta es conciencia. Basta la convicción de que uno hace lo correcto por dios, por la patria o por el pueblo y de hacérselo a quien no tiene derecho a ninguno de los tres. ¿Distinguir a rectos de fanáticos? Qué tontería, los buenos son los nuestros.

11/06/2024