Inés Barrenetxea (Areatza, 1949) representa a ese colectivo de mujeres que en su juventud contaron con escasas oportunidades laborales y cuya única salida para hallar un poco de libertad no fue otra que casarse joven y formar una familia. Sin embargo, tal y como explica esta ama de casa con espíritu viajero, la opción elegida no llegó a cubrir las necesidades de independencia que le habría gustado alcanzar. “Salí de casa de mis padres para meterme en un agujero, pegada a las labores de la casa, al marido y al cuidado de los hijos que llegaron después. Ese era nuestro destino y para sentirnos realizadas como mujeres teníamos que casarnos y tener hijos. Punto”, recuerda. La familia tampoco le pudo apoyar para que su futuro habría sido diferente: “Soy la mayor de tres hermanos y a mí no me dieron la opción de estudiar, mis hermanos sí que la tuvieron”, añade.
Techo de cristal, feminismo o incluso todo lo relacionado con la libertad sexual no eran cuestiones que estaban incluidas como términos en el diccionario de muchas mujeres a las que durante décadas les inculcaron valores arraigados a una estricta educación religiosa que, sin duda, les marcó de por vida. “Entonces todo estaba prohibido y mal visto, sobre todo si eras mujer”, apunta. Ahora, con todo lo vivido, a sus 73 años Inés tiene claro qué cosas no volvería hacer, admira a esas mujeres independientes que han llegado a puestos directivos, pero también cree que no todo vale solo por el simple echo de alardear de ser feminista. “Los hombres no son siempre los malos de la película. También hay mujeres para darles de comer a parte”, lanza con esa libertad que le ha dado lo aprendido en la vida.
¿Se considera feminista?
-Soy mujer, orgullosa de serlo y aunque aplaudo la labor que durante décadas han realizado los movimientos feministas para lograr que muchos derechos para las mujeres hayan sido conquistados hay comportamientos, reacciones o actitudes de grupos feministas que no los comparto.
¿Por ejemplo?
-No entiendo esa obsesión que tienen algunas por ser igual que los hombres o la de otras de poner al otro sexo en el foco de todas las críticas, como si fueran lo peor del mundo. Está bien trabajar por lograr los mismos derechos laborales, pero ellos son como son y, nosotras, tenemos nuestras cosas. Peores o mejores, creo que es mejor caminar todos de la mano para conseguir una sociedad más igualitaria. También creo que los hombres no son todos malos, como tampoco todas las mujeres son una santas.
En su juventud no tuvo muchas oportunidades para formarse, ¿no?
-No tuve ninguna oportunidad. Con nueve años tuve que dejar de estudiar porque mi madre repartía pescado por los caseríos y tenía que cuidar de mis hermanos y de la casa.
¿Nunca volvió a estudiar?
-No. Mi familia era humilde, mi padre estuvo mucho tiempo enfermo y había que trabajar. Todavía me acuerdo cuando fui a pedir trabajo a la antigua empresa de bacalao en Igorre y me cogieron. Apenas tenía 11 años. Siendo una cría levantaba fardos de 50 kilos de bacalao. Allí no había diferencias entre hombres y mujeres. Sacábamos las cajas de pescado de las cámaras frigoríficas, con las manos heladas... Cuando volvíamos en el tranvía de Arratia a casa, todos sabían de dónde habíamos salido por el olor a pescado que llevábamos encima. ¡Vaya tiempos aquellos!
Tuvo una niñez atípica.
-La verdad es que no tuve mucho tiempo para jugar. Me tocó dejar las muñecas aparcadas demasiado rápido. Lamentablemente, tanto la niñez, como la juventud se me pasaron demasiados rápido. Me tocó madurar muy deprisa. Con 14 años me cogieron en la Josefina de Usansolo y lo que ganaba lo entregaba en casa. Estuve once años hasta que me casé.
¿Cuando se casó dejó el trabajo?
-Sí, era lo que tocaba entonces. Siempre me he arrepentido de haber dejado el trabajo. Fue una decisión equivocada, pero entonces el marido te decía que él iba a llevar el dinero a casa y nosotras nos conformábamos con eso. Admiro a las mujeres de mi época que fueron valientes y sí siguieron trabajando. Yo no tuve apoyo y creía que era la mejor decisión, pero no lo fue. Si habría seguido me habría jubilado con un buen sueldo y otra independencia que me habría gustado tener. Pero de nada sirve lamentarse.
¿No volvió a trabajar más?
-Por supuesto que sí. A mí me parece importantísimo la independencia económica para una mujer. Con los hijos más mayores volví a trabajar como asistenta a domicilio, en la cocina de una residencia... Quería darles a mis hijos estudios, universidad y yo quería tener mi dinero para mis cosas, sin tener que depender del marido.
¿A sus hijos les ha dado las mismas oportunidades de formación?
-Han estudiado lo que han querido y, por supuesto, tanto la chica como el chico han tenido las mismas oportunidades. Para mí los dos han sido iguales.
¿A qué le habría gustado dedicarse?
-Nunca lo llegué a pensar. No tuve ninguna oportunidad y la vida me llevó por otro camino, que fue el ser ama de casa fundamentalmente. ¡Eso, sí! Cuando en la escuela me preguntaban lo que quería ser de mayor, yo les respondía: monja. ¡Fíjate! (Ríe).
¿No tuvo inquietudes?
-Siempre, pero para mujeres de mi época sin una independencia económicas y muy entregadas a las labores del hogar, familia, cuidados no ha sido fácil dar pasos en esa línea. Pero por ejemplo en mi caso, con 50 años me saqué el carné de conducir. Desde los 9 años que había salido de la escuela para mí fue un reto que me marqué y lograrlo fue maravilloso para sentirme realizada. Ahora me he apuntado para estudiar pandero y no descarto aprender a tocar la triki. ¡Lástima no tener unos años menos!
¿Envidia a esas mujeres que han alcanzado puestos de dirección?
-Envidia, no, porque no habría valido para mandar, pero ¡chapó por ellas!
¿Si pudiese volver atrás qué cosas haría?
-¡Uf! Mejor me callo. Solo te digo que disfrutaría mucho más la vida.
¿Y ahora qué le pide a la vida?
-Ser feliz, poder hacer mis viajes, que mis hijos estén bien y tener salud para ver crecer a mis nietas. ¡Para qué más! Ahora toca vivir el presente al máximo, el pasado, solo es pasado y yo no pienso en el futuro.