El 5 de febrero de 2003 el entonces secretario de Estado de Estados Unidos, Colin Powell, pasó 76 minutos en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas esmerándose en persuadir a la opinión pública internacional de que la invasión de Irak era obligada y estaba justificada. Su mensaje principal fue que el hombre fuerte de Bagdad, Sadam Hussein, poseía armas biológicas y químicas de destrucción masiva; fomentaba el terrorismo y tenía ambiciones nucleares. Un argumento falso.
Powell apoyó su presentación con ilustraciones, según las cuales Irak burlaba los estrictos controles armamentistas de las Naciones Unidas gracias a una flota de camiones que funcionaba como un laboratorio itinerante. Esa alocución de Powell fue memorable, ante todo, por la falsedad de sus planteamientos. Solo dos años después, el propio Powell describió ese episodio como una mancha y mostró su arrepentimiento.
Sin embargo, las bases para la invasión estadounidense se habían sentado desde mucho tiempo atrás, incluso antes del 11 de septiembre de 2001 tras el ataque a las Torres Gemelas de Nueva York y al Pentágono en Washington.
Poco después de su elección como presidente de Estados Unidos en enero de 2001, George W. Bush hizo de Irak uno de los dos puntos principales de su política de seguridad. El Reino Unido se involucró tempranamente en su agenda. En mayo de 2005, el Sunday Times hizo público un memorándum confidencial que documentaba una reunión del alto mando celebrada el 23 de julio de 2002. A ella asistieron el entonces primer ministro británico, Tony Blair, varios miembros de su Gabinete y de los servicios secretos británicos y de EEUU. El entonces jefe de la CIA, George Tenet, confirmó que Bush deseaba derrocar a Hussein mediante un ataque militar, justificado por su presunta cercanía con terroristas y su supuesta posesión de armas de destrucción masiva, y esgrimía, eso sí, que tanto la información de inteligencia como los hechos estaban siendo manipulados. El entonces ministro británico del Exterior, Jack Straw, reconocía por su parte que “las evidencias son muy débiles. Sadam no amenazaba a sus vecinos”.
La foto de las azores
El entonces fiscal general del Reino Unido, Lord Goldsmith, fue bastante elocuente cuando advirtió en esa cita de que “el deseo de un cambio de régimen no constituye una base legal para una misión militar”. Pero las palabras de Goldsmith no impidieron que Blair inmiscuyera a Gran Bretaña en la guerra de Irak, siendo uno de los actores principales de la foto de las Azores junto a José María Aznar y el ex primer ministro de Portugal, José Manuel Durão Barroso, en calidad de anfitrión.
Los británicos y los españoles salieron a la calle en masa para protestar antes de la invasión. Sentían que habían sido engañados. Que no existía esa “amenaza directa” de las armas de destrucción masiva. Pero Blair y Aznar pasaron por alto a su propio pueblo. Y también las objeciones de Francia y Alemania.
La megalomanía de ambos les llevaron a servir como vasallos de George W. Bush y se metieron en una guerra que terminó siendo todo un desastre.
Así se llegó al 20 de marzo de 2003 cuando los bombardeos estadounidenses atacaron Bagdad, aunque la primera imagen que quedó grabada en la memoria colectiva como emblema de esa ofensiva fue la del derribo de una estatua de Sadam Hussein en Bagdad, orquestado por soldados occidentales el 9 de abril de 2003. Era la de un ejército extranjero que liberaba a un pueblo de su malvado dictador.
No obstante, esa imagen de Estados Unidos como “liberador” fue disminuyendo a medida que avanzaba la operación. Se bombardeó la capital tan intensamente que todavía no se ha reconstruido por completo. Después del fin de la invasión, proclamada el 1 de mayo por el presidente Bush, comenzó la guerra que se prolongaría hasta 2011. Estados Unidos trató de poner orden en el país después de capturar en diciembre a Sadam Hussein –que fue ejecutado el 30 de diciembre de 2006–, pero en Irak se desató el odio y el caos.
La Operacion Freedom Iraq duró un mes y diez días, un éxito táctico-militar, ya que casi no hubo resistencia. Sectores de la población (sobre todo entre kurdos y chiítas) veían a los estadounidenses como libertadores del régimen dictatorial de Hussein y de un ejército iraquí golpeado desde la primera guerra a principios de los 90. El Estado quedó desmembrado y replegado a la ciudad amurallada luego conocida como “Zona Verde”. Allí se dirigieron miles y miles de civiles que ya venían sufriendo las consecuencias económicas de la guerra de Irak-Irán de 1980, la primera guerra del Golfo en 1991, y las posteriores sanciones internacionales aplicadas por EEUU y que ahogaron al país.
A raíz de la invasión estadounidense aumentaron las tensiones religiosas y sectarias del país, por lo que hubo enfrentamientos entre chiítas y sunitas. Con la guerra también empezó la crisis humanitaria. Según fuentes de Naciones Unidas, cuatro millones de personas necesitaron asistencia humanitaria y más de un millón continúan desplazadas dentro del país.
Hoy, veinte años más tarde, sigue habiendo preguntas sobre esa invasión que no han recibido respuesta oficial. Por ejemplo, aún no se sabe exactamente cuántos iraquíes fueron víctimas de la ocupación y del caos que ésta generó.
Nacimiento del Estado Islámico
En lo que respecta al saldo de muertos, la mayoría de las estimaciones oscila entre los 150.000 y los 500.000. Investigaciones fiables arrojan un número mucho mayor: en 2006 –un lustro antes de que la Casa Blanca diera por terminada la guerra de Irak– se hablaba de más de 650.000 “muertes adicionales”, causadas por la destrucción de la infraestructura sanitaria iraquí. No cuesta imaginar que las cifras aludidas son conservadoras. Lo que sí se sabe es que los argumentos usados para justificar la invasión eran falsos.
También, a raíz de la presencia estadounidense nacieron grupos radicales como el Estado Islámico (EI) que quisieron hacer frente a la influencia extranjera en Irak.
Después de que el Gobierno de Barack Obama declarase el fin oficial de la guerra en octubre de 2011, la inestabilidad y violencia continuó dentro del país. Los grupos terroristas tenían cada vez más fuerza y las divisiones sectarias se intensificaron. Se persiguió a comunidades como la kurda o la yazidí, que sufrió un genocidio a manos del EI. En 2014 el Estado Islámico fijó su califato en la ciudad de Mosul, que después de intensos bombardeos quedo completamente destruida. Estados Unidos volvió a liderar una operación militar, esta vez para derrotar al grupo yihadista, que también controlaba territorios en Siria. Finalmente, el 17 de julio de 2017, el primer ministro iraquí anunció la liberación de Mosul del yugo del Estado Islámico.
No obstante, la derrota del grupo terrorista no supuso la total estabilidad en Irak. Entre 2019 y 2020 en el país de Oriente Medio se vivieron intensas protestas debido al malestar general de la ciudadanía y contra la corrupción y la interferencia extranjera. La llamada Revolución Tishreen que recordaba mucho a las Primaveras Árabes, se saldó con la vida de más de 400 personas. Las manifestaciones también causaron la dimisión del primer ministro Abdul Mahdi.
Durante la resistencia surgieron nuevos caudillos como el clérigo musulmán chiíta Muqtadah al-Sadr, quien se hizo fuerte construyendo una red de apoyo en los suburbios de Bagdad y en ciudades santas como Nayaf o Kerbala. También aparecieron otros grupos armados como la Brigada Badr vinculada a Irán. Estos grupos fueron fundamentales para dar apoyo político a la Constitución de 2005 y aplacar la insurgencia antinorteamericana. El país quedaría dividido étnica, religiosa y territorialmente: sunitas en el centro y este, chiítas centro y sur, kurdos en el norte, protegidos por la aviación norteamericana.
Con la Primavera Árabe de 2011 y la posterior descomposición de estados como Siria, Libia y Yemen, la inestabilidad en la región llegó a niveles impensados. La situación reaccionaria que siguió al desvío y derrota de las rebeliones populares, sumado al apoyo tácito de la monarquía de Arabia Saudí que intentaba minar el poder de Irán, dieron lugar al surgimiento y expansión del Estado Islámico en Irak y Siria.
Además, la guerra reconfiguró el tablero geopolítico regional, donde el país se volvió de alguna manera un tablero en disputa entre la influencia norteamericana e iraní y cuyas consecuencias geopolíticas continúan hoy en día.
Retirada de Irak y Afganistán
Veinte años después, Estados Unidos se ha visto obligado a retirarse de Irak y de Afganistán, ha convertido en el chivo expiatorio a Pakistán tras la muerte de Bin Laden, y Washington se ha visto obligado a adaptar su estrategia de seguridad y defensa a unos presupuestos limitados por una deuda de más de catorce billones de dólares y por un déficit de casi tres billones.
Sin embargo, el país más sacudido por el conflicto bélico que inició George W. Bush fue –y es– Siria. Sin duda, la guerra civil siria se desencadenó debido a los levantamientos en la región contra los déspotas árabes –la mayoría de ellos con la complicidad de Occidente– dejándoles a los disidentes poco espacio para reorganizarse, excepto las mezquitas, lo cual produjo una fórmula químicamente pura para la fabricación de islamistas y yihadistas.
Sin embargo, los parámetros sectarios de Siria los estableció Irak y la política occidental de subcontratar apoyo para los rebeldes sirios en Turquía y en Arabia Saudí no sólo ayudó a crear el vacío que llenó el EI, sino que también ayudó a pulverizar a Siria y a Irak, con todo lo que ello supone.
La insensatez del conflicto bélico en Irak, seguida por la guerra civil en Siria que ha permitido que el presidente de Rusia, Vladímir Putin, se convierta en aliado del presidente sirio, Bashar Al-Asad, ha ocasionado otras ineludibles, aunque indeseadas, consecuencias, tanto para el Reino Unido como para la Unión Europea. El aumento repentino de refugiados provenientes de Siria y el acuerdo alcanzado con Turquía para controlarlo –el cual parecía ofrecerles a millones de turcos musulmanes la oportunidad de viajar libre de visados dentro Europa– impulsaron el voto en pro del brexit.