En el corazón de la Sierra de Urbión, en Soria, la Laguna Negra soporta la leyenda de "que no tiene fondo, o que en sus profundidades se oculta una criatura que devora a todo aquel que se sumerja en ella”. Eso dejó escrito Antonio Machado en su obra La Tierra de Alvargonzález.
Entre las hayas, la luz tenue reverbera en sus hojas verdes, y los pinos altos y oscuros deletrean el camino de la Vuelta. Se lanza hacia la laguna sin fondo de agua tranquila y negra, reflejo de las rocas que la rodean.
No de la fatalidad con las que las tiñó la escritura de Machado. Al menos la leyenda nutre la imaginación. Poesía frente a la prosa de un día que alumbró a Jesús Herrada, la luz en la Laguna Negra, un fundido a negro entre quienes compiten por la Vuelta. Un cuarto oscuro. Aguas estancadas.
Los favoritos, de la mano
Salvo Herrada y sus tres golpes en el pecho, que anunciaron su tercera victoria en la Vuelta, y su emoción, compartida en una abrazo con su padre, se enlutó la carrera en una llegada sin aliciente ni magnetismo. El amago de Evenepoel, con una aceleración a un palmo de la cima, que cerró Kuss y bordó Roglic, pareció un simulacro de un ataque.
En realidad, hubiera sido más decoroso cerrar el plano con la cadencia justa de un paseo en una tarde de verano. El grupo de los mejores subió como un rebaño.
Todos juntos, como si una barrera invisible les frenara. Los favoritos izaron la bandera blanca en la Laguna Negra. Quedó un día gris, insípido, aburrido y tedioso. Una etapa a la papelera de la incomprensión.
Sólo Jesús Herrada, jadeante en el suelo, lívido por el esfuerzo definitivo para ser el mejor de los supervivientes de la fuga, pudo festejar una subida condecorada con la ausencia absoluta de ambición entre los mejores, que se dieron la mano. Armisticio. Nadie se movió. Todos contentos. Ni una brizna de rebelión.
Kuss, cómodo líder
Kuss, dichoso desde la atalaya, arrancó otra hoja roja del almanaque de la Vuelta sin necesidad de realizar un esfuerzo extra. Subió en un trono. Prolongó el liderato de la carrera con suavidad, como el estribillo de las mejores canciones, que se pegan a uno sin saber muy bien el motivo y no no deja de tararearla porque vuelve siempre. En bucle.
La melodía hipnótica del Jumbo, que prefiere el vals al rock&roll, suena sobre la Vuelta, narcotizada por días desperdiciados. La Laguna Negra se acomodará en la estantería del olvido de los objetos perdidos que no tienen dueño.
El escenario ideal para readaptar las piernas después de la crono y antes del encuentro con la alta montaña, primero a través del Tourmalet, el mito que la Vuelta quiso ascender en 2020 pero lo impidió la pandemia, y seguidamente por las fauces de Larrau y el remate en Belagua que espera el fin de semana.
Fuga numerosa
Camino del acceso a la Laguna Negra (6,5 kilómetros al 6,8% y el kilómetro y medio final con una media del 9%), una formación de origen glacial, se encendió una fuga ventruda, numerosa. Dorsales al aire. Una torre de Babel que se entendía con el codo, el morse internacional para reclamar relevos. Con eso bastaba. En realidad la tramoya sostenía una obra de dos actos. El calentamiento hacia una cronoescalada.
Como un plato que gira en el microondas hasta que suena la alarma y dice que aquello está a punto. Básicamente, recalentado. No parece la visión más emocionante ni el bocado más apetecible.
Un invento formidable para los tiempos que corren desbocados, las prisas y las urgencias. Nada de cocina paciente que requiere tiempo, pasión y sabiduría. Un sucedáneo. Eso fue la subida.
El modelo unipuerto que instauró Javier Guillén, en su máximo esplendor, el apogeo del ciclismo de los highlights que apenas dejó la huella de la emoción de Herrada. Un clásico de la Vuelta. Sobre ese esquema estaba escrita la acción.
Caída de Juan Ayuso
Entre los favoritos, cómodos en ese planteamiento, sólo mudó el gesto Juan Ayuso, que se fue al suelo y el asfalto le mordió en la salida neutralizada.
Nunca se sabe en qué lugar y momento asoman los colmillos de la fatalidad. El impetuoso Ayuso visitó durante la jornada el coche médico, la consulta ambulante con el maillot desgarrado en los hombros.
El resto de los nobles viajaban al ritmo del Jumbo, que mece a Kuss, el hombre de rojo. Un tránsito sin preocupaciones porque en la fuga, donde estaba Geraint Thomas, sin anclaje después de padecer la maldición de las caídas en jornadas precedentes, nadie intimidaba a la muchachada del norteamericano. Filippo Ganna se puso al servicio del galés.
Jesús Herrada resuelve
El italiano, que reventó el crono en Valladolid, era el lanzador de Thomas en la fuga, para entonces en los huesos. El final era una oda a la rampa de garaje. Hombreaba en el mismo compás el ochote. El idioma de la desconfianza.
En ese torbellino, Jesús Herrada interpretó mejor que nadie el final. Sabe lo que es ganar en la Vuelta. La experiencia le guio para someter a Caicedo, el primero en disparar, y Gregoire. Su brújula le señaló el camino a la gloria. Jesús Herrada, el único resplandor en la Laguna Negra.