La escultórica Italia, la representación del David de Miguel Ángel, nacido del mármol blanco de Carrara, de un bloque que la divinidad del cincel del genio dio vida, no se refugia solo en los museos. Su belleza obscena, exuberante, electrizante se talla en el pacto que los humanos y las rocas han firmado en la costa de Liguria, un lugar de abrumadora belleza. El mar, el acantilado, la carretera que juega con sus formas, bamboleantes, es la conexión entre lo humano y lo divino.
La espiritualidad del goce, el alimento de los sentidos. En esa terraza se prende la mirada, acodada en un sueño que se embelesa en el Mar de Liguria, en calma, sereno, después de la lluvia que ametralló el recorrido. Del Giro se desprendió Girmay, desgraciado. Hace dos años, la lesión que le provocó el corcho disparado de la botella que celebraba la victoria, le dejó sin vistas a la carrera. Camino de Andora, una caída le tachó antes de que el cielo se abriera como un descapotable que juega en las curvas y festejara el sol.
Portentoso Jonathan Milan
El hermoso paisaje de Liguria se lo bebió a borbotones Jonathan Milan, que esprinta a empellones, lejos de lo que se supone fluido y armónico. Milan es rabia en cada pedalada. Disruptivo. Lo suyo no es la proporción aurea. Criado en la pista, Milan, salvaje, es un velocista espasmódico, pero sumamente potente y cada vez más eficaz. Esa arrancada hosca, brutalista, le sirvió para descomponer el esfuerzo de Groves y Bauhaus, que le retaron en el esprint.
Ninguno pudo con el forzudo italiano, aspecto de culturista, que encaró el esprint coceando después de que Filippo Ganna, el récordman de la hora, buscara la sorpresa con una aparición crepuscular. Le eclipsó Milan, con su segunda victoria en el Giro. Justo un años después de su descorche. Cumpleaños feliz.
Al Gigante de Verbania le empequeñeció la pesada prensa del pelotón. El mecanismo del esprint le engulló. La ley de la gravedad del ciclismo. La otra es la de Tadej Pogacar, de rosa y negro, el culote clásico después de que la UCI, ese organismo que presta atención a los detalles nimios, olvidables y acaso ridículos, le advirtiera que no podía combinar el culote ciclamino con la maglia rosa del día anterior. Pogacar, pantera rosa, advirtió entonces que no atacaría porque vestía un buzo completo y que eso le daba ventaja. El esloveno disfruta en el jardín de las delicias del Giro.
Muñoz y De Bod, soberbios
Es comprensible. La línea de costa era una festín de lo hermoso, de la naturaleza pavoneándose, recibiendo la soberbia actuación de Muñoz y De Bod, dos aventureros con la entereza de los personajes de las obras de Dickens. “Soberbias emociones se despiertan en mí cuando veo la puesta de sol sobre el azul del Mediterráneo”, así expresaba Charles Dickens su asombro ante el mar que baña toda Liguria. El gran novelista, también seducido por la luz que abraza a Italia, que es un pálpito epidérmico. Los paisajes soportan la competición, que es un atrezzo.
La vida está en el decorado. En realidad el Giro es la exposición del mejor arte paisajístico. La discusión, los gestos y el histrionismo es para la competición. La contemplación de lo sublime gobierna Italia, capaz de perdonar cualquier desliz ético, pero no uno estético. La grande bellezza.
La arena de la playa festoneaba el oleaje suave, hamacado el mar de sobremesa, mientras los equipos de los velocistas, olvidada la lluvia, devoraron a Muñoz y De Bod, el último aliento de la fuga que exploró el terreno. Pogacar, escultórico, el tótem del Giro, se fundía con el decorado, una maravilla danzante en el Golfo de Génova para disfrutar de un día más de rosa. De las rocas irrumpió la fuerza animal, brutal, de la bestia. La estampida de Jonathan Milan. Belleza salvaje.