Soy una espía de pacotilla. Me he presentado en las bilbainadas de la Pérgola con la dichosa pelota de leds de colores pinchada en un palo y la camiseta tuneada con dos churretones de bacalao al pilpil y kalimotxo y resulta que el personal por aquí lleva camisas blanco nuclear con chorreras y cuellos planchados. Con lo que sí que he acertado, contra todo pronóstico, es con el medio de locomoción: una silla de gamer y dos remos con los que me he propulsado por el carril bici de Doctor Areilza hasta el Parque de Doña Casilda. Creí que llamaría la atención, pero entre sillas de ruedas, bicis, carritos de bebé, andadores, cachavas y muletas, ha pasado totalmente desapercibido. Al menos, hasta que he aterrizado con él en el estanque de los patos.
Entre el público he visto a dos señoras que llevaban en brazos sendos muñecos reborn, esos que son igualitos que los recién nacidos, pero no berrean a las cuatro de la madrugada. Una pena porque, a unos metros, en el Txikigune, había padres –con más ojeras que algunos comparseros del turno de noche– que les habrían prestado gustosos a sus bebés.
También he visto a un turista haciéndose un selfi con la fuente de la Pérgola. Yo me he hecho otro, que para eso es nuestra, aunque habría preferido fotografiarme con unos monitores que iban monísimos con sus bombachos rosa chicle. En la hierba hay una plaga de mariquitas gigantes, escala Puppy, con niños encima, y una Marijaia enana, con niños debajo, posando ante los smartphones. Con la versión grande tiene ya foto todo quisqui, de costado, por delante y por detrás. “Hacía 40 grados, había mucha cola y se me ocurrió sacarme la foto con Marijaia de espaldas. Se formó otra cola. Culo veo, culo quiero”, contaba una comparsera muerta de risa por haber creado tendencia. Puestos a imitar a alguien, me quedo con el hípster valenciano que se plantó en primera línea de txosna con una silla de playa. Un héroe.