HUSMEA en las fiestas”, me dijeron. ¡Ja! Qué fácil se ve todo desde la barrera. Tras perder el sentido del olfato –y, a poco más, la consciencia– en un váter químico de la Plaza del Gas, me vi engullida por un rebaño que subía hacia el Parque de Etxebarria y acabé, cual cabra montesa, agarrada con las uñas de los pies en mitad de la ladera. De repente apagaron las luces, sonaron los tres pum de los fuegos artificiales y ya no hubo manera ni de tirar al monte ni de bajar haciendo la croqueta. Con los resplandores divisé a una prima, aferrada a una farola para no escurrirse. La idea de, llegado el caso, despeñarnos en familia me tranquilizó mucho y pude disfrutar de un gran espectáculo. Y de una gran confesión, de esas que solo se hacen cuando tienes un pie en la hierba y el otro en el más allá. “Reconozco que, al llamarse Pirotecnia López, pensé que serían chungos porque los otros tienen nombres más rimbombantes: Pirotecnia Zaragozana, Orzella Fireworks..., pero han sido brutales, chulos, chulos. Un diez les voy a poner en la app”, me soltó mi prima, que vota los fuegos como si fuera OT. Tiene guasa que el comentario se lo haga una Gómez a una Rodríguez.
Como, por lo visto, seguía viva, me dio por pensar qué había hecho yo para estar viendo los fuegos debajo de una chimenea, a palo seco y jugándome el tipo, mientras otras lo hacían desde la Torre Iberdrola, con tacones, una copa de cava y un selfi con filtro guay en las redes. No obtuve respuesta porque la corriente humana me empujó hacia una churrería y me vi obligada a reposar la vista en una foto de un cubo de salchipapas. Jamás las habría comido, pero desde que Leticia Sabater, invitada estrella de Pinpilinpauxa, las convirtió en un hit y vi el vídeo, se me ha agudizado más si cabe mi ardor de estómago anticipatorio.
El churro chocolateado –no me sean malpensados– está a 1,50 la unidad y el viaje en el Toro Sentado a 3 euros. Por ese precio, digo yo, ya podría ser un viaje astral. La atracción de Mr. Bean, a 2,50, traga humanos como hormigas y hay gente que paga para que la torturen metiéndola en una jaula o poniéndola boca abajo a no sé cuántos metros. En el recinto ferial, por cierto, había algún tipo que, con la cara lavada y vestido de calle, daba más miedo que el Chucky de la Mansión del Terror.
También vi a la típica jovencita abrazada a un cerdo de peluche gigante que parecía una prueba de amor, pero era una trampa. Ojito con los animales de tela de las tómbolas, que son seres sintientes y, como rompas con la pareja, seguro que te cede su custodia. Había unos unicornios tamaño pottoka que no caben ni en el ascensor.
Cuidado también con los globitos de helio, que parecen inofensivos, pero los carga el diablo. O te aseguras de que al niño o la niña se le escape y parezca un accidente o tienes a la maldita Sirenita mirándote pegada en el techo de la sala hasta la Aste Nagusia de 2023. En el autobús de vuelta, entre los viajeros, los peluches, el pañuelo, el bochornazo y la mascarilla, entrené la apnea. La próxima vez me pillo una uber-goitibera.