Los austriacos aseguran que durante el siglo XIX su país atravesó una de las etapas históricas más delicadas. Lo justifican detallando no precisamente los momentos de brillantez popular que les dieron los valses de los Strauss, sino la convulsa situación social que se vivió tras la celebración del Congreso de Viena, donde los mandatarios políticos se repartieron la Europa que había dejado Napoleón.
Los conflictos derivados principalmente por el surgimiento del nacionalismo inquietaban al flamante Imperio Austro-Húngaro. Algunos emperadores, incapaces de resolver los problemas, dejaron estas cuestiones en manos del príncipe Klemens Metternich, un curioso personaje que los solucionó –al menos eso es lo que intentó– aplicando severas medidas represoras desde su omnipotente puesto de canciller.
Sofocó con mano dura cuantas revueltas se produjeron intentando a toda costa mantener el imperio en pie por lo que era muy temido en algunos sectores sociales. Trataba de limpiar su imagen agasajando a los ilustres visitantes con impresionantes fiestas palaciegas en el más puro estilo vienés. En boca de todos estaban sus excelentes dotes como anfitrión y siempre alardeaba de haber conseguido casar a Napoleón con María Luisa, hija de Francisco II, emperador de Austria.
En realidad, Metternich era un embaucador que había aprendido a agradar a los pavos reales en su época como embajador en París donde se codeó con lo más selecto de las cortes europeas. Quien más quien menos sabía que fue él quien ofreció la paz a Napoleón en 1813 en la famosa entrevista de nueve horas celebrada en el palacio Marcolini, durante la cual el corso arrojó al suelo su guante trece veces para terminar desquiciado con la tenacidad del austriaco.
En 1832 intentó dar un impulso a la deteriorada figura del emperador Fernando I, cuya debilidad mental debida a la consanguinidad de sus padres, primos hermanos, era notoria. Para ello, preparó un gran festín nocturno que pasó a la Historia por las relevantes personalidades de la política europea que asistieron y por un pequeño detalle que, en su momento, casi pasó desapercibido.
En su deseo de mostrar los grandes logros de la gastronomía austríaca, Metternich dio una orden a su jefe de cocina que no ofrecía la menor duda: el menú debía ser de ensueño, pero especialmente el postre que precedería al discurso del monarca. Necesariamente debía ser toda una creación que dejara boquiabiertos a los comensales, porque no esperaba gran cosa de las palabras del monarca.
Quiso la mala suerte que dos días antes de la fiesta, el cocinero titular se pusiera enfermo y la responsabilidad recayó sobre Franz Sacher, un chico de dieciséis años que ayudaba al titular en su segundo año de aprendizaje. El muchacho no se amilanó e hizo frente a la situación creando un nuevo pastel a base de mantequilla y chocolate con confitura de albaricoque. Al final, los invitados quedaron encantados con el menú servido, sobre todo con la sorpresa del postre final, una extraordinaria tarta que hechizó a los comensales, Metternich incluido.
¡Ha nacido un nuevo pastel!
Las felicitaciones y halagos no quedaron únicamente en palacio. Al día siguiente todo Viena hablaba de la nueva tarta de chocolate que acababa de nacer y eso en la capital austríaca siempre es todo un acontecimiento. El joven Sacher se hizo de oro. Compró el solar del antiguo Teatro Am Kärtnerte, cerca de donde había vivido Antonio Vivaldi, y levantó en él un hotel que con el tiempo daría mucho que hablar.
El establecimiento fue gestionado por su hijo Eduard, pero no pudo sostenerse económicamente a pesar de la afluencia de clientes deseosa de probar la genuina tarta Sacher. En 1934 el hotel dejó de pertenecer a la familia. Eduard, que había recibido de su padre la receta de la tarta, aceptó el trabajo como oficial pastelero que le ofreció Demel, una confitería muy próxima al Palacio Real que ostentaba con orgullo el hecho de ser suministradora de la corte.
Demel, que aún existe en Kohlmarkt 14, data del siglo XVIII y es la meca de todas las personas golosas del mundo. Sus precios son los más elevados de Viena.
Surgió entonces un curioso problema legal: el hotel seguía comercializando la tarta, pero también lo hacía la pastelería Demel, que poseía la fórmula de la Eduard-Sacher-Torte. ¿Cuál de las dos empresas tenía los verdaderos derechos comerciales?
La guerra de las tartas superó a la Segunda Guerra Mundial, la presencia del Ejército Rojo y la ocupación de Austria por las tropas aliadas. Finalmente, en 1963, la pastelería Demel y el Hotel Sacher llegaron a un acuerdo legal: La Sachertorte Original, la que lleva dos capas separadas, únicamente la puede vender el Hotel Sacher; y Demel sólo puede comercializar la de un solo piso con un sello triangular que indique Tarta Eduard Sacher. La receta de ambas sigue siendo un misterio. De lo que no cabe la menor duda es que jamás se deben meter en la nevera.
La fórmula secreta... aproximada
Ingredientes
- 130 gr. de mantequilla
- 110 gr. de azúcar glas
- 6 huevos (separar las yemas de las claras)
- 130 gr. de chocolate negro para postres o cobertura
- 100 ml. de nata líquida
- 130 gr. de harina
- 1 cucharadita de levadura
- 1 cucharadita de extracto de vainilla (opcional)
- 400 gr. de mermelada de albaricoque
- 3 cucharaditas de azúcar
- Para el glaseado se utilizan 130 gr. de chocolate negro o cobertura y 100 ml. de nata líquida
Elaboración:
Batimos la mantequilla con el azúcar glas hasta que esté cremosa. Añadimos las yemas y la vainilla y seguimos batiendo. Incorporamos el chocolate derretido con la nata y mezclamos a fondo. Agregamos las claras montadas a punto de nieve con dos cucharaditas de azúcar y por último incorporamos la harina tamizada mezclada con la levadura.
Precalentamos el horno a 180ºC. Untamos un molde con mantequilla y espolvoreamos harina. Horneamos 30-40 minutos. Dejamos templar y desmoldamos.
Cuando esté casi frío, lo abrimos por la mitad y untamos la capa inferior con la mermelada previamente derretida a fuego lento, pinchando la miga para que la absorba mejor. Dejamos enfriar y tapamos con la otra mitad.
Derretimos el chocolate con la nata y lo mezclamos hasta que esté liso y brillante. Si fuera necesario, añadimos un poco de mantequilla para dar más brillo. Cubrimos la tarta con el glaseado y dejamos enfriar. No necesita decoración alguna.
Hotel Sacher
El Hotel Sacher es en la actualidad uno de los establecimientos más lujosos dentro de la hostelería vienesa. Goza de una ubicación privilegiada en la Philarmonikerstrasse, justo tras el emblemático edificio de la Ópera y a un paso del museo Albertina que, entre otros tesoros, guarda la mayor colección de obras de Durero. Es y ha sido, por tanto, refugio de la jet que pasa por la ciudad, especialmente todos los divos de ópera –Karajan, Berstein, Domingo…–, que con solo cruzar de acera se han podido internar en el santuario operístico por excelencia.
Por el Sacher han pasado además símbolos de la realeza europea como Isabel II, Rainiero y Grace de Mónaco… John Lennon, Rommy Schneider mientras rodaba la serie Sissí… Me fijo especialmente en el escritor Graham Greene que compuso en una de sus habitaciones el guion de la película El tercer hombre, el más impresionante relato sobre la Viena de la posguerra. Aquí se alojaron también sus principales artífices, el director Carol Reed y, sobre todo, Orson Welles.
La maestría de Orson Welles
Es un hecho que cuando Reed empezó a rodar El tercer hombre en 1948 no tenía muy claro la forma de resolver algunas secuencias para dar al film un aspecto documental y a la vez hacer de él un relato de intriga y emoción. Afortunadamente fue el maestro Welles quien le sacó de más de un apuro. Aún siendo el protagonista de la película, le sugirió la idea de no aparecer en pantalla durante la primera hora a fin de que el espectador elucubrase sobre su tétrico papel.
Al acabar los rodajes, Reed y Welles solían tomarse un melange, la típica infusión vienesa, en el Café Mozart, situado en el mismo bloque del Hotel Sacher, en la Albertinaplatz 2. Allí planificaban el trabajo del día siguiente. Era evidente que quien llevaba la batuta de la película era el orondo Orson mediante sugerencias que siempre eran muy del agrado de Carol.
El Mozart era un establecimiento donde los clientes tomaban sus consumiciones mientras un músico desgranaba las notas de su cítara con una púa. En una ocasión, Carol Reed le confesó a Welles una de las preocupaciones que tenía. “Orson, no sé qué música ponerle a la película”, le dijo. El autor de Ciudadano Kane le sonrió y volviéndose al citarista contestó: “Ahí tienes lo que quieres. No me cabe la menor duda”.
Anton Karas, de él se trataba, fue invitado a la mesa de los cineastas donde recibió la gran invitación de su vida, que acabaría por hacerle célebre en todo el mundo.