"Yo, por inclinación, soy guipuzcoano. Guipúzcoa (sic) es la provincia donde he nacido y por la que tengo más simpatía. Esta pobre Guipúzcoa tan pequeña, tan arreglada, tan discreta, se ha achabacanado por los propios y extraños hasta hacer un país de cursilería en lo alto y de ordinariez y gamberrismo en lo bajo”. Pío Baroja nunca regaló los oídos a nadie, como bien demuestran los primeros capítulos de Familia, infancia y juventud, un libro de memorias en las que un talludo escritor repasaba sus primeros años y que, originalmente, se incluyeron en su autobiografía, Desde la última vuelta del camino, que vio la luz entre 1944 y 1948, cuando este exponente de la Generación del 98 superaba los 70 años de edad. En esta ocasión, con motivo del 150º aniversario de su nacimiento, Cátedra, responsable de la edición de las principales novelas del literato nacido en Donostia, ha publicado una edición conmemorativa de estos pasajes, que ha sido supervisada por su sobrino Pío Caro-Baroja.
El escritor de El árbol de la ciencia nació en Donostia en 1872. “¿Qué quedaría hoy del país de la infancia y la juventud de Baroja? ¿Quedaría algo reconocible o solo restaría el viaje por su mundo de papel?”, se pregunta el sobrino en el prólogo de estas memorias, que la editorial ha reeditado junto al único poemario del literato, Canciones del suburbio. Precisamente, NOTICIAS DE GIPUZKOA viaja por este “mundo de papel” para desgranar un país de los vascos que el propio Baroja ya reconocía como crepuscular en los años 40, en comparación con el que conoció en su juventud: “Por su aspecto físico, a mí me gusta la tierra vasca, aunque confieso que va perdiendo carácter gracias a las construcciones modernas y al triunfo del cemento armado”.
Para Baroja el País Vasco es, en contra de los que defienden los tradicionalistas y los nacionalistas como Sabino Arana o Arturo Campión, un país con una historia poco importante. En cambio, muy interesado en los descubrimientos e hipótesis de Joxemiel Barandiaran y también siguiendo la estela de su sobrino Julio Caro Baroja, la cree con cierta “trascendencia” en lo que tiene que ver con su prehistoria, sociología y mitología “por ser reflejo, no de las ideas latinas, sino de algo anterior a estas ideas y anterior también, en muchos casos, a las creencias indogermánicas”.
Baroja, nueve apellidos vascos
Pío Baroja fue el tercero de los cuatro hijos que tuvieron el donostiarra Serafín Baroja y Andrea Carmen Francisca Nessi, de ascendencia italiana: el primogénito, Darío, falleció en Valencia en 1894 a los 23 años de edad; el segundo, Ricardo Baroja, fue un conocido pintor y la última, Carmen Baroja, fue también escritora y parte de la Generación del 98, como su hermano.
El primer capítulo de estas memorias se dedica, precisamente, a su abolengo. El escritor cuenta hasta nueve apellidos vascos –Baroja, Zornoza, Goñi, Arrieta, Alzate, Izaguirre, Oyarzábal, Arrola y Emparán– y solo uno, el de su madre, de origen lombardo, y describe profusamente el origen toponímico de cada uno, aunque solo nos centraremos en su patronímico: Baroja. No en vano, la familia paterna, que en algún momento de la historia perdió por el camino la primera parte del apellido Martínez de Baroja, salió de este concejo de Peñacerrada, Álava. Con motivo de conocer los orígenes de su apellido, viajó con su amigo Gonzálo Manso de Zuñiga al municipio y al llegar cruzó unas palabras con un labriego al que interrogó sobre los Baroja del lugar. Cuando le preguntó si en aquel lugar habían oído hablar de un escritor que se llamaba Pío Baroja, el aldeano respondió perspicaz: “Y quizás sea usted”.
La geografía de vida del autor de La busca fue en su juventud –y también en su madurez– muy cambiante, siempre condicionada por el oficio de su padre, ingeniero de minas y también escritor y periodista –Serafín Baroja es responsable de la letra de la Marcha de San Sebastián; el libreto de Pudente, la primera ópera en euskera a la que puso música Santesteban y fue corresponsal de varios periódicos de la época–.
Baroja nació en el número 6 de la calle Okendo, en un hogar que perteneció a su abuela paterna, Concepción Zornoza, que había hipotecado “dos o tres casas” en la Parte Vieja para construir esta lujosa casa en la calle Okendo con una idea que en el siglo XXI sigue muy arraigada en los rentistas del país: alquilarla, en aquel caso, al rey Amadeo de Saboya, un proyecto inmobiliario que se fue a pique con la Tercera Guerra Carlista. “El recuerdo más antiguo de mi vida es el intento de bombardeo de San Sebastián por los carlistas. Este recuerdo es muy borroso y lo poco visto por mí se mezcla con lo oído”, confiesa el autor. No es de extrañar. Nació el mismo año en el que se prendió la llama de la contienda y culminó cuando apenas tenía cuatro años.
Durante este periodo la familia vivió en el sótano de un chalet en La Concha, perteneciente al alcalde Juan María de Errazu. Se trata de una época de escasez, según recuerda, en el que las granadas carlistas destrozaban la ciudad y a sus habitantes: “Alguna granada carlista, a pesar de su pequeñez, hizo daño, y mató un domingo al poeta Indalecio Bizcarrondo, llamado Vilinch (sic), poeta verdadero y auténtico, a pesar de escribir en un idioma de tan pequeña expansión como el vasco”. Siendo un hombre “moderno” como se consideraba y “de escasa capacidad lingüística”, el euskera, “un idioma antiguo” con sus “complicaciones”, no le servía de nada, como “no servía de nada para hombres modernos”. Aún y todo, Baroja hablaba y comprendía euskera, aunque reconoce que no lo hablaba correctamente. Unas jóvenes a las que quiso impresionar en su posterior estancia como médico en Zestoa le llegaron a recriminar que “hablaba el vascuence como los curas en los sermones”.
Mucho tiempo atrás, terminada la Guerra Carlista, se mudaron a la calle Puyuelo –Fermín Calbetón– y el joven Pío pasó, según cuenta, entre los cuatro y los siete años jugando en el monte Urgull: “El último recuerdo que tengo de San Sebastián, de la primera infancia, es el de un pájaro que llevamos a nuestra casa desde el castillo. Era un gavilán que nos dieron los soldados del Macho y que creció y se acostumbró a estar en casa. Le solíamos llevar caracoles, que se los comía como si fueran bombones”.
Madrid, Iruñea y Valencia
El oficio de Serafín Baroja hizo que la familia acabase en Madrid en 1879, aunque se trasladaron a Iruña tres años después. Es en este punto en el que el escritor comienza con la narración de su adolescencia, que ya trató en dos de sus novelas: en La sensualidad pervertida y en Inventos, aventuras y mixtificaciones de Silvestre Paradox. “Entre nosotros, los chicos se desarrollaban una brutalidad y una violencia bárbaras. Los de Madrid, aunque bastante brutos, no tenían comparación con los de Pamplona. Estos eran de lo más salvaje que puede imaginarse”, afirma tras narrar cómo se peleó con varios compañeros en su primer día de escuela en Iruñea por su “acento madrileño”.
Baroja asistió al colegio y comenzó el instituto en la capital navarra, en una época en la que le quedó fascinado con la literatura de Daniel Defoe, Julio Verne, Alejandro Dumas y con la dramaturgia de José Zorrila. Todo ello mientras las hormonas hacían de las suyas –aparecen en estos años sus primeros intereses románticos– y Baroja frecuentaba “cafetuchos” con billares, lugares de “perdición”, de los que siempre salía “defraudado”. “Eran martilladores de palabras oscuras, inteligencias hundidas en la más obstinada estupidez y en cuyos cerebros ya nunca había de ser posible el hilvanar un raciocinio elemental”, dedica a los que frecuentaban dichos locales.
Cuando destinaron a su padre a Bilbao en 1886, este decidió que la familia abandonase Iruñea y volviese a Madrid, donde sus hijos se educarían cerca de la corte. El joven Baroja aprovechó esta estancia para visitar todas las librerías de lo viejo que pudo, y leer todo lo que cayese en su manos, antes de que su padre tuviese un nuevo destino: Valencia.
Sin demasiada vocación decidió estudiar Medicina y acabó la carrera “sabiendo muy poco o casi nada de medicina verdadera, como la mayoría de los estudiantes”.
Baroja, médico en Zestoa, panadero en Madrid
Durante su estancia en Burjasot (Alicante) y dado que su padre colaboraba con La voz de Guipúzcoa, tuvo conocimiento de una vacante como médico en Zestoa. Fue el único candidato que se presentó al puesto. Era 1894, Baroja tenía 21 años y llegó a la localidad el día de San Ignacio, después de cinco horas de viaje en diligencia desde Donostia. El medico, que aún no había arrancado como escritor, optó por ejercer su oficio con “prudencia” y “escepticismo” durante el año y medio en el que atendió a pacientes del propio Zestoa, Aizarna, Arrona, Errezil e Itziar.
Durante estos meses se labró la enemistad del otro médico de la localidad, al que recurrían las familias pudientes, hecho que le hizo abandonar este puesto y volver a Donostia, a vivir con su familia en la calle Elkano. No obstante, además de en sus memorias, Baroja recogió sus pareceres sobre Zestoa en su primer libro, Vidas sombrías, publicado en 1900.
No duró mucho en la capital de Gipuzkoa. Con una fama de tener “un carácter insoportable”, desistió de encontrar un puesto de médico en Donostia y marchó de vuelta Madrid para ser panadero en una fábrica de una tía suya. La Guerra de Cuba y Filipinas llegaba a su final, al igual que el siglo XIX y la juventud de Baroja: “Había sido médico de pueblo, industrial, bolsista y aficionado a la literatura. Había conocido a bastante gente. El ir a América no me seducía. Llegar a tener dinero a los 50 años no valía la pena para mí. Quería ensayar la literatura. Ya comprendía que ensayar la literatura daría poco resultado pecuniario, pero mientras tanto podía vivir pobremente, pero con ilusión. Y me decidí a ello”.