MUÑEQUITO de trapo, ¿no vas a abrirnos los ojos?”. Pues va a ser que no. El apelativo que le dedica la bilbaina Naiara García de Andoin a su hijo Unai rezuma ternura. Ver su cuerpo desmadejado recostado en el sofá, con la sonda atravesando su rostro, encoge el corazón. Pero solo unos instantes porque son las nueve y media de la mañana, hora punta en la casa de esta familia con tres niños afectados por el síndrome Sanfilippo: Araitz, que voló en 2021, Ixone, de 13 años, y Unai, de 12. “Diles: Buenos días, aquí estoy sobado”, le presta la voz su madre, una titana que derrocha optimismo y nunca mira hacia atrás. “No te puedes permitir determinados lujos, como ver vídeos o fotos, porque comparas con cómo estaban antes y te hundes y hay que seguir. Show must go on”.
Naiara abre las puertas de su domicilio, con motivo de la celebración hoy, martes, del Día Mundial de las Enfermedades Raras, para mostrar sin filtros cómo es la vida de estas familias y el estado en el que se encuentran sus hijos, abocados, de no obrar la ciencia un milagro, a seguir la estela de su hermana cuando alcancen la adolescencia. “A la gente le va a impactar porque los quieren mucho y no están bien. Ya lo sabíamos, pero verlo duele un montón y reconocerlo y decirlo en voz alta, horrores. El tiempo pasa y una enfermedad neurodegenerativa no da tregua”, asume.
Pese a que el tiempo corre en su contra, la mujer que removió cada piedra para recaudar fondos y poner en marcha un ensayo clínico nunca se da por vencida. El síndrome Sanfilippo podrá seguir robándole pedacitos de sus hijos, pero ella ha aprendido a rellenar, por pura supervivencia, esas dolorosas pérdidas. “Intento disfrutar de cada detalle. Que me ha sonreído, fiesta nacional. Que está despierto durante toda la sesión con la andereño, fiesta nacional otra vez. Cuando se van difuminando las cosas que todo el mundo da por sentado tienes que empezar a disfrutar de pequeños resquicios de normalidad porque el plan B es meterte en la cama y no salir, pero va a ser que no va conmigo. Algunos días toca: Hoy no puedo ni con las pestañas, pero al día siguiente se me olvida y tiro para adelante”, afirma.
¿Cómo están sus hijos?
“Ixone no anda y Unai no controla sus músculos”
Ixone ya está vestida, dormitando en su silla de ruedas. Los dibujos animados de la tele de la cocina no surten efecto. El cepillo tampoco. “Se ha levantado con unos pelos...”, dice Bego, la mujer que les ayuda en casa. “¿Te has peleado con aita esta noche, mi amor?”, bromea Naiara. Sus preguntas nunca obtienen respuesta, así que no le queda otra que no soltar la palabra. “Amatxu 1, trenza 0”, dice, una vez finaliza el peinado. Ixone ya no se resiste a que le toquen la cabeza como cuando era pequeña. Ojalá lo hiciera. “Echo de menos ese tipo de incomodidades. Sigue siendo más rebelde y más ella, pero sin duda la enfermedad está ahí y es verdad que ya no puede andar y ya no canta. Es demoledor”, reconoce.
Hora de desayunar. Cereales y enzimas digestivas. “Siempre le ha apasionado comer, ¿verdad, cariño? Ella todavía traga. Diles: Hola, estoy medio dormida, como cualquier niña de 13 años por la mañana”. Pero, tristemente, no es una adolescente cualquiera. “Me duelen mucho las comparaciones con otras familias. Te vas a una cena con amigas y te cuentan: Estoy pensando si mandar este verano a la niña a Irlanda. Uf, se te hace un nudo en el estómago, pero no puedes evitarlo, porque es el día a día. Ese tipo de momentos son difíciles, pero intento no pensarlos porque mi realidad es esta”, comenta.
Llega la madre de Naiara para llevar a la niña a terapia. “Cada mes y medio o dos meses Ixone tiene una convulsión y a las amamas se les desencaja la cara. Yo la primera vez pensé que me moría. Luego vas viendo más y cómo salen, pero es un palo. Es muy desagradable ver que no puedes hacer nada. Es impotencia en estado puro”, recalca.
Naiara le da la papilla a Unai por la sonda porque si no, se atraganta. “Después del ensayo dejó de tragar. Ahora desayuna el tío sin hacer ningún esfuerzo”. No podría ni levantar la cuchara porque “no controla prácticamente ningún músculo del cuerpo. Cuando más despierto está consigues que haga ademán de coger algún juguete y la tele le sigue interesando mucho, pero la parte de interactuar con el mundo está muy disminuida, por decirlo suavemente”. De hecho, no advierte la presencia de extraños. “Este pasa igual de dos que de cinco. Cariño, ya te he dicho que cuando vienen las visitas...”, vuelve a tirar de humor.
A falta de papilla, Unai se atraganta con las flemas, así que toca “palizón” de palmaditas por el cuerpo para ayudarle a expulsarlas. “A ver, pimpollo. No me mires así, que yo también me he asustado. Hoy estás vagueando pero bien”. Naiara le viste justo a tiempo para su clase domiciliaria. No es una clase al uso. Masajes a cuatro manos, estiramientos... Consiste en dejarse hacer. “Está bastante espástico y vestirle no es tarea sencilla. A veces parece que le vas a hacer daño”, dice Naiara mientras le pone la camiseta y el chándal.
“¿Qué tal ha dormido hoy el niño?”, pregunta amama antes de salir con Ixone de casa. “Le dolía la tripa y hemos estado despiertos de cuatro a seis”, contesta Naiara. “Pues entonces no te quejes”, le dice su madre. “Si no me quejo. Al menos hemos dormido en la cama. Nos hemos pasado un mes en el sofá porque tenía tantos mocos que en la cama no dormía bien y yo me dejaba los riñones para incorporarle, así que nos vinimos a la sala. Cuando nos aburríamos, poníamos la tele. Nos habíamos independizado”, dice con ironía. Y vuelta a la cruda realidad. “A veces tiene un rato malo y, como no habla, dices: ¿qué será? El traductor bebé-castellano, castellano-bebé es un inventazo, a ver si alguien lo crea de una vez, pero, bueno, más o menos lo vas conociendo y sabes qué funciona a cada hora”, señala.
Andrea, la andereño a domicilio, toca el timbre. Unai sigue sin abrir los ojos. La medicación que toma le produce somnolencia. “Con mis manos heladas seguro que te despiertas”, le dice Andrea, pero ni por esas. Ni siquiera abre los ojos cuando le abraza para botar con él sentado sobre “el cacahuete” de goma. “De día está dormido, pero es un gautxori. Si pudiese, cerraría los after, como Froilán”, dice su madre.
Aquello es un no parar. No es de extrañar que a Naiara casi no le haga falta ir al gimnasio. “De la silla y de agarrarlos tengo el tronco superior musculado. Ahora, nada de fondo”. Apenas tiene un rato en todo el día para echarse una cabezada cuando Ixone va al colegio por las tardes y Unai a terapia. “Es el único momento en que no hay ningún niño en la casa. Teníamos una chica de noche y los fines de semana, pero mi empresa cerró, me quedé en el paro y me quitaron esa ayuda porque solo es para gente que trabaja. Así que te ajustas el cinturón, como todas las familias, pero en este caso es a costa de tus riñones y tus horas de sueño”, dice Naiara, que trata de estimular a su hijo con un juguete. “Unaitxu, venga, ¿despertamos? Mira, tengo aquí un coche deseando que lo cojan. Nino, nino, nino...”. Imita el sonido de una sirena, pero nada.
¿Cómo gestiona las emociones?
“Me centro en lo positivo, lo negativo me lastraría”
Nadie que conozca su caso se explica cómo Naiara no pierde la sonrisa. “Yo tiro para adelante y no ando pensando en lo que hubiera podido ser. Mis hijos son así. Son las cartas que tengo y hay que jugar, como en el golf, donde caiga la pelotita, y en este caso la pelotita ha caído en Sanfilippo tres veces y es una faena, sí, pero no tengo otra vida”, se resigna.
La meta de Naiara en la vida, como la de cualquier otra persona, era “ser feliz”. “Pues, vaya, las circunstancias no me lo están poniendo fácil, pero aun así lo intento todos los días, relativizo, trato de tener sentido del humor y cuento las cosas como son. No tengo nada que esconder ni nada de lo que avergonzarme. Todo lo contrario. Adoro a mis hijos. No los cambiaría por nada del mundo, lo que pasa es que me gustaría que no hubieran estado enfermos”.
Su secreto, “vivir el día a día”. “Veo a los niños brincando y los míos no pueden, pero en todas las casas cuecen habas. A mí no me han puesto una pega en su vida ni me han hecho una rabieta. Han sido maravillosos. Intento centrarme en lo positivo, porque lo negativo me lastraría. Soy un poco happy flower, pero realista. Conozco la enfermedad profundamente, pero intento ser feliz al máximo, aunque hay días que no puedo”. La ausencia de su hija mayor pesa. “Hay cosas que me recuerdan a Araitz mil veces al día porque lo que les pasa a ellos ya le pasó a su hermana. Araitz me viene a la cabeza a tope...”. Se emociona.