Uno de los parajes más frecuentados por los turistas en Bruselas es el tramo entre la fuente del Mannecken-Pis, la gran broma de un artista a la hora de decorar la fuente de un callejón, y el acceso a la Grand Place, la que para la que una gran mayoría considera como la plaza más bonita del mundo. Hay momentos del día en que casi tienes que abrirte paso a codazos, soportando el olor a los gofres que se preparan a diestro y siniestro.
Es uno de los accesos más populares del histórico recinto. No lo digo por el niño meón al que todos quieren fotografiar, sino porque los guías turísticos no se cansan de decir a su clientela que en el inmediato pasadizo de la casa conocida como La Estrella tienen una cita con la fortuna. En el edificio más pequeño y antiguo de la Gran Place se encuentra la estatua yacente de Everard ‘t Serclaes que posee una particularidad: da suerte a quien le toca la mano más accesible. Los ilusos echan mano a la cartera, sacan su loto y le da un par de frotadas por eso de que cuando lo dicen...
¡Pobre destino el de Everard! Pocos saben que en el siglo XIV fue el gran héroe de la lucha de los trabajadores y las patronales. Alguien creó la leyenda de que la caída de su mano derecha tenía esa propiedad y se ha ido transmitiendo para regocijo de los nativos. Tres pasos más adelante nos llevan a nuestro destino, la Grand Place.
Cuando se pisa este lugar por primera vez da la impresión de que se está viviendo una aventura en la Edad Media. Maravilla el milagro logrado al mantener durante tantos siglos y bajo tantas circunstancias no siempre favorables un marco que Jean Cocteau, el gran poeta, novelista, dibujante y peliculero francés, definió como “El teatro más bello del mundo”.
La Grand Place
La Grand Place de Bruselas fue inicialmente un mercado al aire libre en el que se daban cita los granjeros de los alrededores para vender o cambiar sus productos con las gentes de una ciudad que estaba en pleno desarrollo. La feria fue tomando cuerpo hasta convertirse en un polo de reunión de los bruselenses.
No hubo objeciones cuando allá por el siglo XV, a la hora de elegir un lugar para ubicar el Ayuntamiento, se eligiera una de las zonas limítrofes del mercado. A fin de cuentas, su presencia servía para imponer autoridad en semejante tinglado comercial. A la sombra del edificio y respetando el mercado de abastos, se fueron construyendo las casas gremiales. De esta forma, la zona fue adquiriendo una cierta notoriedad, ya que se convirtió en el lugar de mayor actividad de la ciudad. O lo que es lo mismo, donde más dinero fluía.
Se hizo un trazado urbanístico para la plaza, dándole una forma rectangular que respetaron las agrupaciones de comerciantes y sindicatos en su deseo de permanecer en primera línea mercantil. El pueblo regateaba en el centro los precios de los productos de las granjas que estaban a su alcance.
La vida de Bruselas se vio alterada del 13 al 15 de agosto de 1685, cuando las tropas francesas de Luis XIV bombardearon la ciudad con tal saña que la tercera parte de los edificios de la Grand Place resultaron muy dañados por la metralla y los incendios. Cinco años se tardaron en la restauración del histórico recinto, hecho éste que se observa en la actualidad en un análisis de sus variados estilos arquitectónicos.
¿Qué queda de la primitiva plaza? Me permito un recorrido por el entorno con el permiso de los artistas pintores que, imperturbables, siguen buscando el rincón inédito.
El Ayuntamiento
Datado a principios del siglo XV, no sólo es el edificio más antiguo, sino también es el más alto de la Grand Place gracias a los 96 metros de la torre que le construyó el arquitecto Jean van Ruysbroek. En la cima, una estatua de cinco metros de San Miguel, copatrono de Bruselas con Santa Gúdula, parece vigilar el histórico recinto.
La fachada del edificio, ante la que abdicó el emperador Carlos V, es de una belleza poco frecuente, pero el gran tesoro se encuentra en el interior, digno del mejor museo. Las obras de arte que adornan las diferentes salas de reuniones rivalizan en interés y valor, sobre todo la impresionante colección de tapices. Algunos ejemplos: El rapto de las Sabinas que cuelga en la sala Nicolas Jean Rouppe; y los de la Galería Maximiliano, donde sobresale La vida de Clodoveo.
Frente a frente está la Casa del Rey, un magnífico edificio que originalmente era el mercado del pan, lo que da idea de la nobleza que tenían los oficios principales. A principios del siglo XIV, cuando este gremio lo abandonó, el solar pasó a manos del Duque de Brabante quien le dio el doble uso de administración de impuestos para Carlos V y prisión estatal.
Ante su bellísima fachada ocurrió un suceso que ha hecho historia: los condes de Egmont, una de las familias más prestigiosas de los Países Bajos, fueron decapitados públicamente por haberse quejado a su primo, el rey Felipe II, de la brutal opresión que se estaba ejerciendo entre la población flamenca por su diferencia religiosa.
El monarca español le acusó de traición condenándole a muerte. El bochornoso episodio es evocado en una placa de la fachada en la que se puede leer en francés y flamenco: “Delante de este edificio fueron decapitados el 5 de junio de 1568 durante la rebelión contra la autoridad del rey de España Felipe II, los condes de Egmont y de Hornes, ilustres víctimas de la represión”. El propio Duque de Alba pidió pensión vitalicia para las viudas.
La ejecución tuvo una enorme repercusión. A Goethe le inspiró para escribir en 1788 un drama en prosa, y a Beethoven para componer diez piezas estrenadas en 1810 de las que su Obertura es pieza de repertorio de las mejores orquestas del mundo.
Hay una leyenda urbana muy extendida en Bruselas que asegura que durante la II Guerra Mundial se instaló una emisora clandestina en la Casa del Rey desde la que se emitía información a los aliados sobre las posiciones germanas ocupantes. Por cierto, este edificio alberga hoy el Museo de la Ciudad, en cuya segunda planta se muestra la imagen original del Manneken Pis, con su famoso guardarropa cuyos trajes más antiguos datan del siglo XIII.
Siempre hubo ambiente
Siguen en pie las casas de los molineros, con un molino al viento como emblema, la de los carreteros con una carretilla, y la de los remeros, señalada con la popa de un barco, delfines y caballitos de mar, como si del cortejo de Neptuno se tratara. En el número 27 vivió Victor Hugo, el autor de Notre-Dame de Paris y Los miserables. Acabó enamorado de todas y cada una de las fachadas de la plaza. “Quiero dibujarlas todas”, dijo.
En una de las tabernas se emborrachaba Paul Verlaine, ajeno por completo al hecho de que años después, durante la II Guerra Mundial, uno de sus versos anunciaría el desembarco en Normandía a la Resistencia francesa. No se quedaron atrás Byron, Metternich y Beaudelaire, el solitario del Hotel Gran Espejo como le llamaban. Posiblemente fueran clientes habituales de la Casa de los Cerveceros, una de las más ricas de la plaza, coronada como está por una estatua ecuestre de Carlos de Lorena. Siga su pista y pruebe cualquiera de los quinientos tipos diferentes de cerveza que hay en Bélgica. Por supuesto, sin olvidar las omnipresentes patatas fritas.
Gastronomía típica
En su afán por caer simpáticos, los guías turísticos de Bruselas suelen preguntar a sus clientes de turno: “¿Cuál es el elemento del campo más típico de Bruselas?”. Muchos pican el anzuelo y responden que las coles de Bruselas. Craso error que el cicerone agradece para hacer la correspondiente aclaración: “Nada de coles. Son las endivias, presentes con frecuencia en los platos típicos”.
No se asombre tampoco de que cualquier menú se vea acompañado siempre por patatas fritas, pida lo que pida. Hay establecimientos que se dedican únicamente a su degustación para acompañar a cualquier bebida, especialmente cerveza.
El tercer elemento genuinamente belga son los mejillones. Hay un establecimiento en la Grand Place, el Kelderke, en el sótano del número 15, que los preparan de cien maneras. No exagero. Tiene una carta sólo para mejillones: al limón, al tomate, picantes, a la cerveza… Pero lo más curioso es que, pese a que el local ocupa una bodega del siglo XVII con mucho pedigrí, se sirven en la misma cazuela donde han sido hervidos. La ración es de… ¡un kilo! No se quede sin probarlos. Es una experiencia única.