Araba

La peregrina

Una pequeña calle residencial rinde homenaje, en el Alto del Prado, a la escritora y dramaturga Gertrudis Gómez de Avellaneda, figura clave del Romanticismo
Episodio de Edurne Baz sobre Gertrudis Gómez de Avellaneda

Gertrudis Gómez de Avellaneda no fue consciente, mientras la escribía, de que su correspondencia privada acabaría convertida en la más reveladora de las autobiografías. Aquellas líneas, íntimas y apasionadas, no fueron concebidas para ver la luz pública. Llegó incluso a solicitar que fueran quemadas tras su lectura. Pero a su muerte, y para su presumible horror, fueron divulgadas por la despechada viuda de su destinatario, Ignacio de Cepeda.

Los lances amorosos de complejo desarrollo y trágico final convirtieron la vida y obra de Avellaneda en fiel encarnación de los valores del Romanticismo decimonónico. La dolorosa conciencia del Yo. La exaltación de lo idiosincrático. La pulsión creativa. El insidioso azote de una indefinida nostalgia. O el anhelo de una libertad a la que jamás renunció, aunque con ello renunciara también a su condición de heredera en el seno de una burguesa y furibunda familia.

Siendo solo una adolescente, se negó a contraer matrimonio con el hombre, muy mayor y aún más rico, que habían elegido para ella. Se mantuvo firme en su postura cuando, años después, fue de nuevo puesta en idéntica tesitura. Nunca estuvo entre los planes de Gertrudis sucumbir al que parecía el único destino aceptable de sus coetáneas en general, y de las mujeres de su condición en particular. La llamada de las letras era para ella ensordecedora, del mismo modo que su potente voz, inicialmente escondida tras el seudónimo de La Peregrina, acabó resonando en los círculos literarios de Sevilla, Madrid o su Cuba natal.

El talento, la arrolladora personalidad y la belleza de Avellaneda despertaban el interés de un gran número de hombres dueños, como demostraban después, de una masculinidad demasiado frágil para aceptar la singularidad de tamaña mujer. El aludido Ignacio de Cepeda osó prohibirle que utilizara en su obra “el lenguaje del corazón” o “las expresiones que conmuevan demasiado”. Para qué voy a intentar retratar a este señor(o) cuando ya lo hizo de forma mucho más atinada Ramón Gómez de la Serna, describiéndolo como un “hombre de mecedora y sonrisa, que se va a dejar querer pero que no tiene la heroicidad para atreverse a llevar en vilo por la vida a tan encantadora mujer”.

En mezquindad compitió con Cepeda el poeta Gabriel García Tassara, quien, satisfecho su ego tras conquistar y dejar embarazada a la mujer más pretendida del momento, la abandonó a su suerte. Ni informado de la prematura muerte del bebé tuvo la decencia de ofrecer consuelo a la destrozada madre; quien, para colmo y sorpresa de nadie, fue duramente juzgada en su hipócrita y machista círculo social.

La felicidad que halló en su primer matrimonio se vio truncada por la precipitada muerte de su esposo, Pedro Sabater; como precoz fue también el fallecimiento de su segundo marido, Domingo Verdugo. Pero hubo otro gran desengaño en la vida de quien fuera conocida entre sus allegados como Tula. Una decepción distinta a las anteriores, pero igualmente amarga: el rechazo de la Real Academia Española. Siempre pionera, fue la primera mujer en presentar su candidatura a ocupar un merecido sillón. Resultaban inapelables los méritos de la aplaudida poetisa; de la fecunda dramaturga que alumbró obras como Baltasar; o de la prolífica narradora que firmó Sab, considerada la primera novela antiesclavista, o Dos mujeres, precursora del feminismo moderno. Pero su condición de mujer operó como un insalvable demérito. Acertó Emilia Pardo Bazán, víctima del mismo despropósito unos años después, al calificarlo de “espectáculo de la injusticia y la pequeñez”.

A su muerte en 1873, con 58 años, Gertrudis Gómez de Avellaneda donó a la ingrata RAE la propiedad de todas sus obras literarias. Y no consigo determinar si se trata de un acto de sorprendente generosidad o de un último y provocador movimiento de la indómita Tula.

17/12/2022