Darse la vuelta cuando en la calle te cruzas con un calvo es algo que no suele suceder. Que los hombres no tengan pelo es algo totalmente normalizado e incluso se habla de un estereotipo que dicta que los hombres calvos son vistos como más fuertes. Sin embargo, la alopecia no es algo exclusivamente masculino. Las calvas también existen. Cerca del 30 % de la población femenina mundial la padece y en España se estima que alrededor de un 20 % de mujeres de entre 30 y 40 años la sufre en algún grado y que el 25-30% de las mujeres sufren algún tipo de alopecia en algún momento de sus vidas.
Principalmente existen tres tipos de alopecias. La androgenética, en la que el cuero cabelludo clarea, es la más común en mujeres pero existen un centenar de tipos diferentes. En la areata se crean áreas circulares sin pelo, pero puede acabar en una alopecia universal, es decir, en una pérdida total del pelo del cuerpo, y la alopecia difusa es producida por enfermedad o una carencia del organismo.
Sea cual sea el motivo, el tema de la calvicie femenina es un tabú y hay pocas referencias de mujeres calvas, aunque en los últimos años han surgido movimientos de mujeres sin pelo que quieren visibilizar su realidad para normalizarla, eliminar estigmas y que el impacto psicológico por el peso de los cánones y los ojos juzgadores se reduzca. Dora y Lourdes son dos de ellas, dos historias de mujeres que con la cabeza alta reconocen su calvicie y cuentan sus diferentes procesos y posicionamientos ante un mismo problema.
Dora Gálvez
Desde principios de septiembre no para de promocionar el libro que la editorial alavesa Uzanza le ha publicado: “Las clavas existen”. Se ha convertido en la cara visible de las calvas en la provincia y pasea por Vitoria con la cabeza alta y descubierta para visibilizar su realidad y hacer que otras mujeres vean que no están solas, que la calvicie no es algo que tengan que esconder si no quieren, que no se sientan prisioneras de su pelo pese a no tenerlo. Dora destila fortaleza, pero ella misma reconoce que no todos los días la tiene, que hay algunos en los que las fuerzas le flaquean, en los que se quedaría en la cama, que los ojos juzgadores con los que se cruza por la calle, las miradas curiosas e incluso los comentarios hirientes a veces pesan demasiado. Luego recuerda el proceso que le ha llevado a aceptarse con sus actuales circunstancias, el camino que ha recorrido para vivir con su alopecia, pero feliz, los agradecimientos de mujeres que tras leer su libro se han sentido arropadas, entendidas y han dado un paso al frente y tira para adelante.
Hasta hace 3 años, esta sevillana que se instaló hace un tiempo en Kuartango y que finalmente acabo en Vitoria-Gasteiz, lucía una melena naranja, rizada, frondosa y muy larga, un pelazo que incluso era aprovechado en alguna sesión de fotos. Ahora, esa imagen solo se puede encontrar en el muro de instagram de Dora y en sus recuerdos. Cada mañana, cuando le toca ponerse la cara, como ella dice, cuando frente al espejo se coloca las pegatinas de cejas y se maquilla para dar un expresión de la que carece, es consciente de que ahora Dora es esta, la que ha tirado de la energía que emana su hija para aceptar su nueva situación, la que tuvo que pasar por un proceso de destrucción para volver a construirse y ser la que es hoy: una mujer que trabaja, vive, tiene familia, disfruta y, además, no tiene pelo. “Al final te das cuenta de que le damos una importancia inmensa a algo que no lo tiene. Sin pelo podemos vivir y le damos un poder sobre nosotras mismas abrumador, tanto que su falta te condiciona y te machaca”, sentencia.
Hace 4 años, en la peluquería le vieron una pequeña calva a la que le dio cero importancia. Unos meses después ya eran 4 y empezó a cortarse el pelo para esconderlas, pero veía cómo cada vez eran más grandes. Tras su embarazo lo perdió todo: el de la cabeza, las cejas y las pestañas. Diagnóstico: alopecia areata universal.
El camino de la aceptación no fue fácil. “Ahora me veo y me quiero, pero antes no sabía quien era”, recalca mientras reconoce que a su alrededor la instaban a ponerse peluca, a taparse, a pasar inadvertida. Para ella la peluca acabó siendo “una cárcel” en la que no quiso permanecer. “El camino pasa por aceptar tu nuevo ser y luego ponerte los complementos que quieras, si quieres hacerlo, que no te sientas obligada a ello”, enfatiza mientras señala que con su libro y su discurso no busca “que todas las mujeres calvas quemen sus pelucas, si no que la lleven si quieren, no porque es lo que la sociedad te empuja a hacerlo”.
Dora evitó durante un tiempo que su hija le tocara la cabeza, pero un día se puso a hacerlo con naturalidad y se dio cuenta de que para ella era su madre, no su madre calva, “y me iba a querer tal y como era”. Ese día se rapó la cabeza y salió a la calle descubierta y se topó con una realidad incómoda: la gente se quedaba mirándole, muchas personas pensaban que tenía cáncer y preguntaban por su tratamiento, en alguna entrevista de trabajo le decían que tenía que ponerse una peluca “para no herir la sensibilidad de la clientela”... Cuestiones que, como dice Dora, “cuando es un hombre el que es calvo no se plantean en absoluto”.
En su proceso de visibilización ha querido crear un “espacio en el que las mujeres calvas puedan estar, hablar, hacer actividades juntas, compartir sus angustias y alegrías. La semana pasada constituyó la Asociación contra la violencia estética de Álava para seguir luchando contra el tabú de la calvicie femenina en compañía, para que los estigmas asociados a esta falta desaparezcan y para que las mujeres que han visto su cabello desaparecer no tengan que esconderse, si no quieren, por el miedo al que dirán.
Lourdes
Lourdes tiene 55 años, es vitoriana, “de San Martín” y tiene dos hijos, un chico y una chica “que ya están criados”. Desde hace 5 años las pelucas son un complemento indispensable en su vida y aunque en su entorno todo el mundo sabe por qué las lleva y no tiene problema en hablar de su falta de pelo, no le apetece que se le reconozca o que pueda ser objeto de comentarios por esta circunstancia, de ahí que no muestre su cara en este reportaje.
Fue en 2017 cuando el cáncer apareció en su vida. Como parte de su tratamiento comenzó con la quimioterapia previa a operarse y la radiación. En esa primera fase vio cómo el pelo se le caía y ya optó por raparse y ponerse una peluca. “Después de la operación veía que el pelo en la parte de arriba no me salía, todo el mundo me decía que tuviera paciencia y yo pensaba que era parte del proceso”, explica. Sin embargo, aquello no acababa de suceder. Preguntaba a los médicos, le decían que sería temporal y el tiempo seguía pasando. Fue su ginecólogo el que en una consulta a la que había acudido sola le dijo “que no iba a volver a mover el brazo igual y que no me iba a volver a salir el pelo”. Cuando Lourdes recuerda ese momento todavía se estremece y destaca que para ella “esa noticia fue tan dura como cuando me dijeron que tenía cáncer, lloré como una Magdalena”. Reconoce que “por la cabeza incluso pasa que puedas recaer”, pero la falta de pelo no entraba en sus planes. Diagnóstico: una alopecia androgenética, que hace que tenga pelo en la zona baja y en los laterales, pero que en la zona alta apenas haya y el que hay sea “como pelusilla”.
Si hasta entonces la peluca había sido su gran aliada, a partir de ese momento Lourdes supo que sería su necesidad, al igual que la micropigmentación que se realizó en las cejas. “Al principio no me la quitaba ni en casa, no quería que nadie me viese así porque también a mi me costaba verme así”, explica. Lourdes no se reconocía y hoy es día le sigue costando. “Cuando no la llevo puesta ni me doy cuenta, pero paso por un espejo o un cristal y no me reconozco, esa no soy yo”, asegura mientras explica que “la peluca me permite ser un poco más como yo era”. Tiene varios modelos, la que lleva ahora la tiene que jubilar, pero le gusta tanto que le cuesta, y hace poco para una boda se compró una rizada con la que se mostró espectacular.
Pese a sentirse a gusto con este complemento, ella no ha dado por perdido su pelo, no se resigna y sigue probando cosas: vitaminas, minoxidil, un tratamiento de un biólogo francés y en su mente está siempre presente la posibilidad de un trasplante... “Cada vez que pueblo algo me emociono rápido y en casa me bajan los pies a la tierra para que no lo pase mal si no resulta como pienso porque la verdad que la situación desgasta”, asegura mientras vuelve a verbalizar la opción de trasplante a la que todavía se resiste porque le da un “un poco de respeto”.
Si hay algo que ha echado de menos en este proceso es ayuda profesional. “Nadie te dice dónde puedes ir, tienes que buscarte la vida e ir probando y preguntando sola, sin una dirección clara y sin ayuda de la Seguridad Social, claro”, explica. “Te hablan de triólogos, que son los dermatólogos del cabello y el cuero cabelludo, pero hay pocos, en otro sitios que si inmunólogos, pero lo cierto es que nadie te habla claro porque no hay especialistas pese a que somos muchas las que sufrimos esta situación que, además, psicológicamente es muy dura”. Ella sin embargo, sí ha encontrado un apoyo en la Asociación A pelo, una agrupación promovida por la catalana Julia Vincent, de afectadas por alopecia que lucha por visibilizar y ayudar a entender la experiencia de las “pelonas”. En ese espacio intercambian experiencias, consejos e incluso se nutren de la fuerza y el empuje que emanan muchas de ellas. A través de este contacto, ella también ha encontrado un lugar donde adquirir esas pelucas con las que puede sentirse más la Lourdes de hace 5 años. Y mientras las usa sigue esperando en que alguno de los tratamientos permita que ese pelo coja la densidad y la fuerza que ella misma desprende.