El desarrollo en la industria de las telecomunicaciones está enmarcado en una constante revolución digital. La inmediatez en las conexiones, la mensajería instantánea, las videollamadas, los hologramas 3D de la mano del 5G… consiguen acortar distancias en el mundo real y virtual. Pero no siempre ha sido así. En las primeras décadas de la telefonía, las comunicaciones se establecían a través de centralitas, donde las protagonistas indiscutibles eran las operadoras. 'Las chicas del cable', como ha popularizado la televisión, pusieron la voz femenina a una época que sigue latiendo en la memoria de las personas que la vivieron en primera persona.
Con 21 años Kontxita Martija (Zestoa, 1947) dijo adiós al bar en el que trabajaba en Tolosa para ingresar como telefonista en la central de Azpeitia, que ya llevaba “dos-tres años en marcha”. “Cuando entré éramos unas 106 mujeres de Gipuzkoa, Galicia, Asturias, Extremadura, Cádiz…”, enumera esta oriunda del barrio de Arrona, donde muchos extremeños afincaron su residencia. Como era de esperar estos vecinos y vecinas querían tener noticias de su tierra “y acudían a nosotras para realizar la conferencia”, cuenta.
Cuatro horas de espera en el locutorio
Los recuerdos fluyen en su mente. Se suceden escenas imborrables, algunas con total precisión, como si fuera hoy. “Entre todas las anécdotas hay una que automáticamente me viene a la cabeza. Un día unas querían hablar con su familia de Extremadura. Pedíamos conexión múltiple con Madrid, luego Badajoz y después con el pueblo en cuestión, Zalamea de la Serena. Hasta cuatro horas estuvieron esperando en el locutorio para hablar de la matanza del cerdo. Cuando se estableció la comunicación se les entrecortaba la llamada. Manejábamos una llave que nos permitía oír la conversación, tuve que hacer de intermediaria. Me acabé enterando de todo, de los chorizos, morcillas... que se iban a repartir. Fue hinchante”, rememora Kontxita.
La disciplina era casi militar: unos minutos antes de su hora de entrada, se cambiaban para ponerse el uniforme, una bata de color azul y el micro, y en correcta formación, con la vigilanta al frente, cada operadora se dirigía a su posición, sustituyendo a la anterior que, igualmente, salía en rigurosa fila.
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Martija, en las calles de Azpeitia, donde reside desde 1978.
"Telefónica me dio la vida"
“¿Qué población desea?”. Martija recita de memoria las frases que repetía una y otra vez en este exigente oficio, que permitió a cientos de mujeres incorporarse al mercado laboral. “Telefónica movió dinero en Azpeitia, y a mí particularmente me dio la vida. A las mujeres nos brindó independencia económica”, indica Kontxita, que desempeñó esta profesión durante tres décadas, ocupando, asimismo, los puestos de vigilanta y encargada.
Apenas habían comenzado los años 70 del siglo pasado y explica que aquella central telefónica azpeitiarra era “la más importante de Gipuzkoa”. Las manos femeninas conectaban cables y atendían las llamadas. “Poníamos pinzas de ropa para no confundirnos”, apunta con un entusiasmo casi intacto.
Anécdotas con las parejas de novios
Con las parejas de novios, Kontxita guarda simpáticas anécdotas. “Algunos no querían que escucháramos lo que se decían y se desplazaban a otro pueblo a pedir la conferencia. No sabían que éramos nosotras las que les atendíamos”, comenta entre risas.
“ ”
El de telefonista fue un oficio exclusivamente femenino. En el primer piso del edificio de Telefónica de Azpeitia “estaban los chicos con las máquinas, y en la planta baja trabajábamos las operadoras”, relata Martija. Tenían tres turnos, de mañana, tarde y noche.
El movimiento que generaban en el pueblo es otra de las cosas que no olvida: “¡Cómo nos trataban en las tiendas!. En una zapatería me llegaron a decir que tenían que atender bien a las telefonistas porque compraban mucho”, recuerda.
Tareas de papeleo en los últimos años
Con el tiempo, algunas de sus compañeras lograron plaza en otras centralitas. “En Azpeitia nos quedamos cerca de 70”, expone Kontxita. La progresiva automatización hizo que este trabajo, hasta entonces vital, fuera desapareciendo. “En los últimos años nos dieron clases de informática y pasamos a realizar tareas administrativas, de papeleo”, destaca.
Tuvo que jubilarse antes de lo deseado. Con 52 años. “Un día nos avisaron para ir a Donostia y allí nos anunciaron que cerraban. Yo quería seguir trabajando; vivía con mis padres, mi marido y ya tenía a mis dos hijas criadas. Adoraba a Telefónica, me proporcionó una vida buena”, señala.
"Con mucha dedicación, pero bonito"
Ahora, a sus 77 años, con el móvil en la mano y haciendo uso de 'WhatsApp', Martija echa la mirada atrás para poner en valor un trabajo, “que aunque duro, porque requería de gran dedicación y nos controlaban mucho, era bonito”. “Le estoy muy agradecida a Telefónica. Me dio la vida”, reitera.
La era digital abre puertas a nuevos canales de comunicación, pero hace unas décadas Kontxita y otras muchas mujeres también conectaron el mundo.