La gastronomía propia del carnaval se basaba en particular en los productos derivados del cerdo, como parece que no podía ser de otra forma en tiempo de matanza, txistor, birika, tocino, orejas y patas del animal engordado (la “hucha doméstica” se le solía decir) a lo largo del año. Eran tiempos en los que primaba una culinaria de supervivencia y se echaba mano de lo obtenido del cuto, excepto piezas más cotizadas como el lomo o el jamón, adobadas o curadas para mayor duración.
En la cuestación caserío por caserío, casa por casa, puska biltze en euskera de las cuadrillas de jóvenes, era obligado marchar con algún akordeolari para agradecer lo recibido. La música de acordeón, llamado “fuelle del infierno” condenado por los curas, es la típica del carnaval rural y no podía faltar (no había ni radio, televisión menos) so pena de que la generosidad de la respuesta de la etxekoandre (la señora de la casa) no respondiera lo que esperaba.
Y además del embutido y derivados del cuto, se obtenían también algunos huevos que en esta época volvían a poner las gallinas con mayor regularidad. “Por San Antón, huevos a montón” era refrán que estaba a la orden del día, aunque en la costa cambiaban lo de huevos por besugos.
En un pienso
El caso es que, entre lo que ofrecían en casas y caseríos, y lo que se liquidaba luego en comunidad ocupadas día y noche las desaparecidas hoy herriko etxeak u ostatuak, casas posada concejiles, las cuadrillas vivían “en un pienso” los días de carnaval, entre almuerzos, comidas, meriendas, cenas y recenas, todo ello trasegado con ayuda de líquidos varios casi siempre de alguna graduación, poca o mucha. ¿Y dormir, dónde dormían (o duermen a veces, todavía) las cuadrillas en su periplo petitorio? Pues donde tocaba, la cabeza entre las manos con los codos apoyados sobre la mesa, o en cualquier rincón encogido y algo abrigado en una kuluxka (cabezada) reconfortante y a seguir la juerga, que somos jóvenes.
En un qué tiempo tan feliz, se ha conocido una cuadrilla de Amaiur armada de tortillas “francesas” fenomenales de una docena o más de los huevos recogidos en la cuestación. Era gloria de madrugada, introducida en un pan de hogaza casero al que le quitaban la miga, y lo llevaban por si achuchaba el estómago algo sólido en la caminata de un caserío a otro, demostración de que los huevos eran lo que más se recogía en aquellas épocas: “Zingar eta arraultze, bat edo bertze...” (tocino o huevos, una cosa u otra) como decían en Bortziriak en la cuestación.
Orakunde
Hasta los primeros años del siglo XX se celebraban tres jueves festivos anteriores al carnaval, que se conocían como Gizakunde o Izekunde (día de los hombres), Emakunde (día de las mujeres) y Orakunde, día de los niños, equivalente este al Jueves Gordo o Jueves Lardero de otros lugares. En Orakunde se ofrecía (y se ofrece) una comida a los chicos (las chicas estuvieron ausentes, hasta que don Mauricio Bere-koetxea, un activo párroco de Elizondo, decidió que también lo merecían y se empezó a darles una merendola en el Hotel Lázaro o Casa Ariztia, ¡qué tiempos!
El menú de los chicos consistía en un modesto arroz con txistorra y huevos duros de adorno y de postre se daba ¡una naranja!, fruta que apenas llegaba aquí desde el sur y el Mediterráneo en aquel entonces y se consideraba un lujo de los grandes días de fiesta. Las cosas hoy han cambiado y niños y niñas, felizmente juntos ahora, disfrutan de alimentos variados y de su gusto, croquetas, pollo asado, dulces y helados a los que, eso sí, les dan matarile con igual apetito que antaño.
Lo más clásico
Pero el alimento más típico de los días de carnaval más que ningún otro eran las patas de cerdo, zerrizangoak o zerripatak en euskera, apodadas también “manos de ministro”, popularmente. En bastantes casas siguen la costumbre y forman parte del menú del Martes de Carnaval, lo que advierten los carniceros que se las piden más que en otras fechas.
En Baztan se guisan rebozadas y fritas en salsa verde o de tomate, eso va en gustos, y es curioso recoger como antaño eran parte de la matanza que no se consumía en casa. Así lo confirma Julio Caro Baroja en su De la vida rural vasca: Vera de Bidasoa, que señala: “Cuando se hace matanza de cerdo en los caseríos de Oiz, Ezcurra, Zubieta, Yanci y, en general, todos los pueblos de la región, se acostumbra que las patas y las orejas queden reservadas para el convento de frailes de Lecároz”.
Los tiempos han cambiado y “las ciencias adelantan que es un horror”. Ahora se come y cena en restaurantes y sociedades gastronómicas, menús que antes ni se soñaban.