Actualizado hace 5 minutos
Intenta uno escapar de las soflamas para llegar al fondo de las cosas y acaba desfondado. Pero vamos a intentarlo una vez más.
Lamento admitir que hay multitud de ejemplos que le persuaden a uno de que esto del lawfare es una triste realidad. Que hay estrategias de acoso y derribo del rival político mediante el uso de los aparatos de la Justicia. Que hay incluso plataformas de intensa y explícita inclinación ideológica cuya única función es practicarlo aunque las acusaciones sean falsas. Ah, y que circula también en sentido inverso y no solo para meter en un pantano judicial a otros sino para sacarse uno mismo de los que se ha metido solito: ahí está Trump que, con su sola elección, logra que los fiscales de sus casos penales aún no juzgados desistan.
Así que el lawfare, como las meigas, nadie admite haberlo visto, pero haberlo, haylo. Ponerle límites es cuestión complicada si entre quienes tienen encomendado velar por la pureza de los procesos judiciales se producen connivencias con la práctica. Pero el riesgo de pasarse de frenada, de suplantar por vía normativa esa función, tampoco resulta poca cosa.
La iniciativa del PSOE de promover una ley de garantías y protección de derechos puede buscar que no se abuse del procedimiento judicial –sacando a la acusación popular de la instrucción, impidiendo que los partidos la ejerzan o rechazando querellas basadas en recortes de prensa–, pero también ser invasiva. El juez instructor deberá velar por que no haya filtraciones y las causas tengan fundamento; y el CGPJ deberá poder actuar –y hacerlo sin un interés corporativo– con contundencia en los casos en los que no sea así. Está por poder analizarse su letra, su alcance y sus enmiendas y no es plan crucificarla de salida. Pero lanzarse por la pendiente legislativa con frenos rotos es una temeridad. Y, buscar un efecto retroactivo, es feo.