No soy del plan antiquísimo pero sí del antiguo. En mis mapas escolares, convivían Castilla la Vieja y la Región de León. La primera estaba compuesta por ocho provincias, entre las que se incluían Santander (hoy, Cantabria) y Logroño (hoy, La Rioja). La segunda la formaban la propia León junto a Zamora y Salamanca. Aclaro que no se trataba de una división franquista, puesto que esa forma de organización venía del primer tercio del siglo XIX y atendía, siquiera grosso modo, a razones históricas y sociológicas. Luego llegó, de la mano de la Constitución de 1978, el Estado de las Autonomías, artefacto creado para diluir a las nacionalidades históricas como la vasca rodeándolas de comunidades creadas, casi como el mapa de África, con escuadra y cartabón, atendiendo a no se sabe qué criterios ni qué intereses. No les digo más que por el pelo de un calvo Segovia no llegó a ser comunidad uniprovincial, como Murcia, las citadas La Rioja y Cantabria o, sin saber nadie por qué, Madrid, a la que hubo de inventársele a toda prisa una bandera y un himno.
Los despropósitos en la invención de unas demarcaciones ampliamente arbitrarias tuvieron su culmen con la creación de un engendro llamado Castilla y León (fue objeto de discusión si poner la conjunción copulativa o una barra como en Castilla-La Mancha), que tomaba seis de las provincias de Castilla la Vieja e incorporaba a las tres de la antigua demarcación leonesa. Aquello fue un acto expansionista sin matices que tuvo una gran contestación por parte de la ciudadanía de León, Zamora y -en menor medida- Salamanca, que sentía que había sido incorporada por las bravas a una realidad administrativa con la que no se identificaba ni se sentía representada. Las protestas fueron ahogadas, pero el sentimiento no ha dejado de estar ahí. Cuarenta y algunos años después, la Diputación de León, con los votos del PSOE, pide la segregación. Ojalá.