Política

Lluís Orriols: “La política para mucha gente es algo secundario, y vemos que se informa mucho menos de lo que se requeriría”

El politólogo Lluís Orriols.

Lluís Orriols (Barcelona, 1977), saca nuevo libro con la editorial Península, que habla “de cómo votamos”, e intenta “trasladar” al lector cómo funciona su mente al aproximarse a la política. Este politólogo cree que “cambiar de opinión tiene más mala prensa que la que debería tener”. Que la ciudadanía “tolera muy poco en general lo cambios de opinión, porque los considera muestra de debilidad, de falta de rigor y de ideas claras”. A su juicio, “vimos en trincheras, en entornos homogéneos, donde la información que consumimos, las amistades que tenemos, todas tienen opiniones similares”.

El éxito político se apoya en parte en entender el comportamiento del electorado.

Seguramente los políticos de primera fila tienen muy bien digerido cómo se comportan los ciudadanos. Pero la gente a veces no tenemos una comprensión tan buena de cómo funciona en política. En general hay una confusión en el debate público y académico sobre qué debería ser políticamente un buen ciudadano, muy relacionada con el votante racional, que hace cálculos asépticos basados en juicios objetivos desquitando cualquier tipo de emoción. Esa idea es la que yo intento retar en este libro. No es así como funcionamos. Y no tiene por qué ser siempre necesariamente malo.

En argumentos aparentemente racionales pueden latir emociones y sesgos de fondo.

Hay personas que cambian de opinión y puede que de voto, o deciden quedarse en casa, que es una forma de cambiarlo. Intento explicar bajo qué proceso la gente es capaz de cambiar su comportamiento. Porque en condiciones de normalidad los ciudadanos, tal y como consumimos medios de información y nos relacionamos con nuestros pares, generamos un clima o un entorno propenso a la estabilidad, a no cambiar de opinión ni de voto.

¿Hasta qué punto a la sociedad le gusta consumir novedades? Hay observadores que subrayan la volatilidad electoral.

Es verdad que en los últimos años ha habido un aumento de la volatilidad y del cambio en el comportamiento de los ciudadanos. Un contexto de crisis política y de democracias generó que muchos votantes empezaran a dudar de que sus opciones políticas, las de siempre, fueran las mejores. Y aumentó la bolsa de votantes ambivalentes capaces, digamos, de traicionar a su grupo, partido o colectivo.

En este 2023, al contrario que en épocas de fin de ciclo claras, el pronóstico está reñido.

A no ser que haya cambios importantes en este año electoral, la incertidumbre lo hace particularmente apasionante. Tenemos un Gobierno que ha pasado por situaciones muy críticas, pero que ha sido capaz de aguantar su nivel de apoyo electoral. Ha tenido cierto desgaste, pero no ha sido el suficiente como para que esperemos un cambio casi seguro. Por otro lado, los déficits estructurales del partido de la oposición fueron resueltos en parte hace un año con el cambio de liderazgo haciéndolo lo suficientemente competitivo como para que alguien pueda pensar, hay encuestas incluso, en que haya cambio político. Esa incertidumbre actual no es tan frecuente. Muchas veces tenemos de antemano los resultados en la cabeza.

Y entonces es demoledor para un partido a la baja por un efecto ‘caballo ganador’.

Hay dos elementos detrás de esta idea del caballo ganador. Nos gusta estar en el equipo que gana. Esto fomenta que la gente se adhiera al colectivo que tiene más éxito, porque es una forma de aumentar nuestra autoestima, de sentirnos mejor, porque formamos parte de él. Además, los ciudadanos que no tienen mucha información política, que no conocen muy bien las propuestas de cada partido, hacen una especie de regla de tres, un atajo, derivando que si la mayor parte de la gente vota a un partido, es probable que sea bueno. Es lo mismo que cuando buscamos un libro y compramos el éxito editorial del año.

Lo cual, en una sociedad de la información, es tremendo. Algo no funciona bien si se decide con esos parámetros.

Sí, pero la política para mucha gente es algo secundario. El problema de la información viene de siempre, es estructural. Esperamos ciudadanos informados para que tomen decisiones informadas, y luego vemos que se informan mucho menos de lo que se requeriría. A los políticos se les pide una cosa y la contraria, sin mirarnos al espejo de nuestras propias contradicciones o inconsistencias. Todo se basa, creo, en una premisa falsa. Esperamos de los ciudadanos que se comporten en política de una manera que no pueden hacerlo. Que el votante deje de ser una persona y se convierta en un calculador, perfectamente informado, sin emociones ni prejuicios ni identidades. Este supuesto es tan fuerte y exigente, que luego solo cabe frustración y decepción. En gran parte porque hemos planteado de antemano mal qué deberíamos esperar de las democracias, de una forma excesivamente aséptica en nuestra concepción del votante. Tenemos que volver a la política del realismo, a aceptar que la materia prima de la democracia son los ciudadanos con sus características emocionales.

Por ejemplo, recelamos de los partidos, que arrastran mala fama, y a la vez de los políticos que se alejan de sus siglas, a los cuales se les suele tachar de personalistas.

Sí, en España tenemos un problema añadido con respecto a otras democracias de nuestro entorno, que el descrédito ante los partidos políticos es particularmente alto. Es un problema, porque vivimos en una democracia de partidos donde son los principales intermediarios entre sociedad y poder. Otro problema, y eso ya no es idiosincrático de España, es que los partidos tienden a blindarse excesivamente en sí mismos, a generar oligarquías, y a evitar ser porosos a las demandas de sus bases, militantes o simpatizantes. Y eso es un error, como intento explicar en el libro. Más allá de una perspectiva normativa de que deberían ser democráticos, ya que son una pieza fundamental de la democracia, hay un elemento pragmático, y es que si quieren evitar deserciones en el voto o abstencionismo, tienen que detectar en qué están fallando. Una fuente de información importantísima son los canales de comunicación y de participación interna. Blindarse ante esos canales es perder la oportunidad de corregir errores antes de que llegue el veredicto de las urnas.

Además están los espacios progresista o conservador. Parece coherente mantenerse en uno.

Las categorías no vienen impuestas por la naturaleza ni por vía genética. Son construidas.

Vienen de tradiciones ideológicas, de más igualdad o menor reparto.

Bueno, eso es una forma de categorizar. Normalmente la que se impone es la competición partidista. Ahora bien, muchas veces acaban imponiéndose otros tipos de categorías, como las de bloques, de izquierda a derecha. Cada vez más estamos yendo en nuestro país a esta competición bipolar, en la que la sintonía entre partidos de cada bloque es mayor. Podría haber otras categorizaciones, como la clase social o una muy de moda hace años, la de arriba y abajo, la casta y la ciudadanía, expresión más populista de entender la competición política. Por lo tanto, las categorías son cambiantes y moldeables. y una vez las utilizan los ciudadanos, para comprender el mundo, las consecuencias son importantísimas.

Afirma que el nacionalismo español, concepto que no se suele utilizar fuera del ámbito vasco, catalán o gallego, “es una fábrica de crear ambivalencias entre los simpatizantes de izquierdas”.

Suele ser común en los nacionalismos de Estado no ser conscientes de su existencia, porque se inocula de forma casi inconsciente y natural. Los teóricos lo suelen llamar el nacionalismo banal, no consciente, pero que existe. Está claro que el nacionalismo español existe. El problema es que muchas veces entra en colisión con la identidad más de partido. Ahí es cuando se genera la ambivalencia, muy importante históricamente en el caso del Partido Socialista.

Aunque sea en aras de mantener una mayoría progresista.

¿Por qué el Partido Socialista ha entrado en colisión con votantes con nacionalismo español? Porque en primer lugar, ha sido mucho más adaptativo al terreno, y no ha tenido una opinión única para todo el Estado, sino que ha intentado ahondar más las sensibilidades regionales. En cambio los partidos más conservadores suelen adaptarse menos al medio y tienen una opinión mucho más homogénea a lo largo del territorio. Eso te facilita la adhesión de votantes con una visión uniforme del Estado pero a costa también, obviamente, de ser menos relevantes en territorios como el País Vasco o Catalunya.

21/02/2023