HACÍA más de un siglo -sí, más de un siglo: fue en 1906...- que el Athletic no perdía una final contra el Real Madrid. Ayer domingo lo hizo. No se dirá que fuese una derrota inesperada pero sí que no se vio al Athletic desmelenado que acostumbra ante los grandes. Solo apareció a cuentagotas, en la recta de llegada del partido. ¿Qué le pedía la afición a los suyos...? Ese espíritu de abordaje que tanto se admira. Una vez más el tiempo se le detuvo a los leones a la hora de la verdad, en la hora suprema de las finales, donde los leones cayeron, con orgullo a última hora, sí, pero muy lejos del oficio necesario para pegar un puñetazo en la mesa. Se diría que les pesa la púrpura de la gloria.
No estuvo el Athletic en el último combate como se esperaba, a mata o muere. ¿Que el Real Madrid creo pocas ocasiones? Buen trabajo de contención en la oficina, es indudable. Pero a los rojiblancos les faltó soltura en tres cuartas partes del partido; les faltó valentía para lanzarse a la yugular. Y cuando la tuvieron llegó el castigo del penalti fallado que hubiese metido a los rojiblancos en el barro de la última hora, donde se juega con el corazón, una especialidad de la casa.
Estuviste lejos, Athletic, pero estuviste. Movió la final la música de Modric antes que la fuerza de los rojiblancos; la puntería en el penalti de Benzema antes que la rabia con la que lo lanzó Raúl García. Fue un partido de caza con demasiado perro para tan poco ciervo, con demasiada marea por influjo de la luna de Riyadh para tan escasa navegación, con el equipo temeroso (esa impresión dio...) a la hora de alejarse de sus costas.
Quería Bilbao que este fuese un cuento de Las mil y una noches y se encontró con un relato de terror en una tierra como la saudí, donde el fútbol es un deporte extraño. Basta con ver el inicio. En el primer arranque del partido los leones recibieron un abucheo insólito, como si fuesen el enemigo público número uno de un pueblo que no conoce nada de su historia. Una rareza de Oriente. Luego se dedicarían al manejo de los móviles como luciérnagas (el partido no era un espectáculo, todo hay que decirlo...) o al tsunami de una ola que nacía del aburrimiento. No conocían la gran historia de los dos equipos que estaban en juego. ¿No me creen...? Marcelo, en su cuenta atrás como futbolista, se llevó la última gran ovación que le tiene reservada el fútbol, salvo rareza. Los sillones del palco, revestidos con pan de oro, eran otra extrañeza.
La misma que provocaron, entre la afición que vibraba en Bilbao (El Ein Prosit, Pozas, cualquier otro rincón...) y en Riad, algunas de las decisiones de Marcelino. Por ejemplo, la renovada apuesta del técnico por Berenguer cuando Nico Williams era la excpectación rojiblanca de la Supercopa (el cambio en el descanso estaba cantado...) o la apuesta de Raúl García por Sancet. Bien es cierto que Raúl es perro viejo y llevó en sus alforjas el peligro que faltaba pero no lo es menos que Sancet se había movido con soltura en la primera mitad. Siempre ocurre lo mismo, que cuesta dar con la tecla. También es verdad que cuando las cosas no salen como una quisiera se buscan explicaciones enrevesadas.
En la calle se había vivido un día expectante, con la afición invocándose, como acostumbra, para una celebración que cuesta concretarse (una final de cuatro jugadas en sólo un año...) y con la gente convencida de que esta vez sí. Fue otro no. Fue inolvidable el día y para olvidar la noche pero este jueves, cuando arda la Copa, ahí estarán. Estaremos.