Un viaje a mediados del siglo XX es lo que nos propone la escritora Julia Navarro en su novela El niño que perdió la guerra, en la que nos narra una historia de supervivencia, amor y resistencia frente a los totalitarismos.
Una vez más nos demuestra que da igual la época o el contexto, que las guerras siguen siendo guerras, con las mismas víctimas, verdugos... ¿Qué ha despertado la inspiración para contar esta historia?
Yo digo que para escribir esta novela he necesitado toda una vida, porque aquí están mis preocupaciones, mis obsesiones, algunas de mis lecturas... Sé que es una historia dura, me lo dicen muchos lectores, pero es que la vida es muy dura, y desgraciadamente hubo regímenes totalitarios en el pasado y los sigue habiendo en el presente. Por lo tanto, yo creo que a veces vivimos en una burbuja, porque vivimos en un país democrático, y no miramos mucho afuera. La tentación de quedarse uno en su zona de confort y ver lo que pasa fuera como algo muy lejano y que no nos atañe hace que a veces vayamos perdiendo una cierta visión de la realidad. Yo creo que en esta novela están mis preocupaciones y obsesiones.
Preocupaciones y obsesiones que va a trasladar ahora al lector.
Cuando escribo lo que quiero es no dejar indiferentes a los lectores. Quiero provocar en ellos alguna reacción, que no sea una lectura que no les sacuda en alguna parte del alma, y con esta novela lo que intento es que se produzca esa sacudida. Algún lector viene y me dice: “Lo he pasado fatal, he sufrido muchísimo”. Y yo me alegro, porque significa que esta lectura habrá dejado una huella en ellos.
En esta novela hay además una clave que ayuda a que nos emocionemos especialmente: su ritmo vertiginoso, pero también la separación de una madre y un hijo. ¿Cree que los lectores se van a imaginar cómo sería su vida alejados de sus hijos?
Claro, tanto las madres como los padres creo que van a hacer ese ejercicio. Si uno cierra los ojos y ve lo que significaría la separación de su hijo, es algo totalmente desgarrador. Mi hijo ya es mayor, pero yo pienso que si me hubiese tenido que separar de él no sé cómo habría podido sobrevivir.
Se rompe el corazón.
Se te rompe el alma, y piensas: “¿Qué sentido tiene ya mi vida después de este momento?”. Sobre todo como en el caso de Pablo, el protagonista, que es un niño que no tiene retorno, porque uno se puede separar por alguna circunstancia temporalmente de su hijo, pero los que fueron a la Unión Soviética no pudieron volver. Yo me imagino la pesadilla, todo lo que siente Clotilde -su madre-, que es lo que yo habría sentido. Su desesperación era mi desesperación, porque yo me ponía en su piel y pensaba que yo me volvería loca.
En Pablo esa es otra cuestión desgarradora, que se ha tenido que separar de su familia, de su país y de su propia identidad.
Ese es uno de los problemas que a mí me preocupan. Aquí están mis obsesiones. Mi obsesión contra los regímenes totalitarios, pero también mi obsesión sobre el desarraigo, sobre todo porque vivimos en un siglo en el que la tragedia del desarraigo es más evidente, porque a través de los medios de comunicación casi la podemos tocar con las manos. Pablo tiene, de alguna manera, que desaprender todo para aprender de nuevo otro idioma, entender una sociedad que no es la suya que tiene otras normas, otros códigos... Tiene que desaprender para intentar reconstruirse. Eso es algo que le pasa diariamente a miles y miles de persona que, a causa de la guerra, de la violencia o de la miseria, abandonan sus países e intentan llegar a otros, y a veces a mí me irrita mucho oír: “Es que los inmigrantes se tienen que integrar”. No sea salvaje, ¿qué le pasaría a usted si le mandaran al otro extremo del mundo y tuviese que aprender un idioma nuevo, costumbres nuevas, entender una sociedad radicalmente distinta...? A mí me preocupa mucho el tema del desarraigo, porque entiendo que no se está abordando como se tendría que abordar, porque el problema de la inmigración es un problema humanitario. Todo el mundo tiene una dignidad que hay que respetar, y todo migrante tiene el derecho de que le tratemos con dignidad.
Julia Navarro.
También nos habla de libertad, y no hay mejor forma de expresar esa libertad que mediante el arte, la literatura, la poesía...
Los dictadores no soportan la creación libre. Ellos quieren una cultura a medida, a medida de sus intereses, pero eso no es cultura. La creación, o es en libertad, o no es.
Entre esas creadoras, encontramos en esta novela a dos madres, Clotilde y Anya, dos mujeres que intentan rebelarse contra el destino que se les impone.
El valor en ellas reside en no renunciar. Clotilde no renuncia a dibujar y Anya no renuncia a componer, a escribir poemas, porque si lo hubiesen hecho se habrían mutilado el alma a sí mismas.
Si pensara en un mundo en el que la cultura no existe o ha sido cercenada, ¿cómo se lo imagina?
Desgraciadamente ese mundo no es tan distópico. En las dictaduras la persecución de la cultura es inmediata. Cada vez que un país cae en manos de un dictador, las manifestaciones culturales que no coinciden con los intereses del dictador son perseguidas. Sea literatura, música, cine..., las sociedades en las que se quiere arrasar toda manifestación cultural libre las hemos vivido sobre todo en el siglo XX y también las estamos viendo en el XXI, en la que hay varias manifestaciones de censura. Esa sociedad no es tan distópica.