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Repleta de montañas, valles y aguas indómitas, Euskal Herria guarda en sus rincones más escondidos un legado que pocos se atreven a explorar. Compuesta por los vestigios de lugares que un día palpitaban con vida y hoy reposan en el más profundo silencio, nuestra travesía nos lleva a recorrer la senda de lo olvidado, donde cada paso resuena en ecos de historias no contadas.
La cicatriz de una promesa truncada
El viento azota la costa vizcaina con fuerza en el momento en el que nos acercamos a la imponente estructura de la central nuclear de Lemoiz. Entre acantilados, se erige lo que alguna vez fue la promesa de un futuro energético truncado por las resistencias políticas. Sus muros erosionados aún parecen vibrar con la historia de su pasado.
Al caminar entre escombros oxidados y cristales rotos, Lemoiz no solo se percibe como una ruina, sino que se aprecia como un testigo mudo de un capítulo convulso en la historia de Euskadi.
Un eco de nobleza y olvido
Dejando atrás la costa, nos adentramos en los bosques de Bizkaia hasta dar con el palacio de los Hurtado de Amezaga, a la salida de Güeñes. Perdido entre la niebla y las ramas entrelazadas, aquel palacete que no llegó nunca a culminarse del todo ahora es morada de hiedras y sombras. Con una estructura ligeramente desvencijada, convertida en un laberinto de grietas y humedad, su construcción nunca llegó a completarse del todo debido a la muerte de su promotor Baltasar Hurtado de Amezaga.
Recubierto por el silencio, como si un susurro ancestral pidiera respeto, es el resonar de nuestros pasos los que se asemejan a los latidos de quienes hace cientos de años también tuvieron el lujo de observarlo.
El mar de mármol en ruinas
El siguiente punto de nuestra ruta nos transporta a territorio guipuzcoano, concretamente a Usurbil. La fábrica de Ingemar, un gigante industrial que hace cosa de un lustro trabajaba el mármol con precisión, ha sufrido un deterioro palpable en sus instalaciones. La magnitud de su espacio, donde en su momento residieron enormes bloques de piedra y maquinaria, nos habla de un pasado productivo que cambió radicalmente de rumbo. Un claro ejemplo de cómo el tiempo arrasa con los titanes de la industria.
Aulas vacías, pero llenas de recuerdos
Nos dirigimos hacia el sur de Donostia, donde el antiguo instituto de Martutene nos espera con sus aulas vacías y pasillos desiertos. Sometido a la degradación del tiempo y al vandalismo, sus paredes se encuentran plagadas de graffitis. Testigo de generaciones de estudiantes que pasaron por sus puertas, cada rincón cuenta historias de múltiples risas en recreos y sentimientos compartidos. Se percibe como un monumento al paso del tiempo y la memoria colectiva, donde un eco de juventud persiste a pesar del abandono sufrido.
La fortaleza que desafía al tiempo
Continuamos nuestro viaje hasta Álava, donde el Castillo de Portilla -a pesar de ser una ruina medieval- conserva un aire de invulnerabilidad. En la cima del monte, donde las murallas se funden con la roca, la vista del valle nos deja sin aliento. Los muros desnudos se levantan como guardianes eternos de secretos antiguos. Cada piedra parece susurrar batallas, conquistas y traiciones, ya que el eco de nuestras voces rebota entre las laderas, como si la fortaleza quisiera devolvernos la palabra, reacia a dejar morir su memoria.
Las ruinas de la fe
Permanecemos en territorio alavés y nos desplazamos hacia un lugar en el que la naturaleza y lo sagrado convergen. En medio de la vegetación -que se ha ido adueñando del recinto-, el monasterio de Piérola posee parte de sus muros y su torre, que apunta al cielo con una elegancia melancólica. La luz se filtra a través de su techo, proyectando sombras deslizantes sobre las piedras cubiertas de musgo, como si la naturaleza hubiese decidido protegerlo con su verde abrazo. Su aroma a historia y a tierra mojada, junto al silencio solemne que lo envuelve, nos hace sentir parte de un rito antiguo, desconocido e inquebrantable.
Pasados de guerra y progreso
Damos un salto a territorio navarro para visitar a un gigante de piedra y hierro que se encuentra en la localidad de Orbaitzeta -en el Valle de Aezkoa-, donde antaño resonó el sonido del metal golpeando. En el interior de la Real Fábrica de Armas y Municiones es fácil imaginarse la maquinaria y las viejas calderas que desempeñaban el papel de compañeras en la intensidad de los talleres y el trajín de los trabajadores.
Cada uno de sus enclaves narra una historia de esfuerzo y desarrollo tecnológico que sirvió con sus armas y municiones tanto a la defensa como a los horrores de la guerra. Con una estructura íntegra pero marchita, su ambiente invita a reflexionar sobre las paradojas del progreso humano.
La última morada de la memoria
Nuestro recorrido llega a su fin, aunque no sin hacer una parada previa en un lugar donde el tiempo parece haberse detenido para siempre. El pueblo abandonado de Larrangoz, en Navarra, está repleto de casas de piedra -con tejados desplomados y ventanas destartaladas- que nos reciben con una quietud perpetua. Este enclave despoblado guarda riquezas como una antigua iglesia, un puente colgante o el castillo de Ayanz.
Al caminar por lo que alguna vez fue una de sus calles, ahora alfombrada de hierbas silvestres, las puertas crujen al ser atravesadas por el viento. Entre los muros y el musgo de un sitio en el que ya nadie nace ni muere, se siente una conexión inexplicable con las vidas de los que una vez habitaron los hogares, los sueños y las desdichas de un pueblo navarro al que la naturaleza está arrebatando lo que en su pasado le robaron a ella.
Como última pausa de nuestro itinerario, se concibe como la joya de la corona para un viaje por Euskal Herria que conserva en sus historias y en su pasado secretos repletos de sombras y susurros.