No sé dónde encuentra su inspiración Sergio Herrera; si tiene referentes en otros porteros, si analiza muchos vídeos o si lee libros de autoayuda. Es difícil adivinar lo que pasa por esa cabeza en la que sobresalen dos ojos que parecen siempre clavados en la distancia. Yo diría que esos ojos ven lo que se viene, que anticipan la realidad. No debe ser tan extraño en la personalidad de un portero; si no, que me expliquen cómo estos tipos son capaces de adivinar muchas veces qué dirección va a tomar un balón en un remate a corta distancia, cómo sacan una mano por un lugar inverosímil o cómo bloquean con el cuerpo una pelota que lleva dirección a gol. Sergio Herrera tiene muchas de esas virtudes que le han convertido en un portero codiciado; también tiene algunos defectos, algunas intervenciones un poco atolondradas, esos saques de portería a balón parado en los que pone la pelota en la grada... Pero ayer, cuando el árbitro sancionó el claro penalti de Manu Sánchez sobre Koundé, todo el osasunismo sabía que si alguien podía aportara algo extraordinario a un partido regido por los cánones de la ortodoxia táctica, si alguien podía salirse del guión, ese era Sergio Herrera.
Aunque el marcador remita a un 0-0, hubo un gol en el partido: el que evitó el guardameta de Osasuna. Quienes estaban en el estadio o los que seguían el encuentro por televisión celebraron la parada con más intensidad que muchos goles de su equipo. El minuto de partido, la entidad del rival, el esfuerzo desplegado hasta ese momento para encadenar al Sevilla a un balón que no encontraba nunca su destino, todo ello cargó de emotividad el momento. Herrera no molestó mucho a Rakitic, el lanzador; este, trataba de evadirse del griterío, pero su cabeza trabajaba a más velocidad, ni más ni menos que la necesaria para ganar tres puntos, colocarse a tiro del Real Madrid y consolidarse como candidato a pelear por la Liga. No creo que al croata le temblaran las piernas, aunque ver a once metros de distancia a un adversario con la extensión de brazos de un pulpo debe convertir el marco de la portería en poco menos que una ratonera.
Decía que el osasunismo esperaba algo extraordinario. Ese portero que de vez en cuando provoca arritmias al intentar un regate suicida en el área al estilo de Luiz Pereira o sale de sus dominios para despejara de cabeza como si fuera el mítico Marcelino, ya había regalado alguna parada memorable en lanzamientos de penalti. Además, con el tiempo casi consumido, si había algo que perder era ya un problema del Sevilla. Porque a ojos del resto del mundo, se venía el 0-1 y asunto resuelto. Todo esto que cuento pasó en mucho menos tiempo del que se tarda en leer esta columna, pero a muchos nos pareció una eternidad. Así que cuando Sergio Herrera rechazó el balón y atrapó el posterior remate de cabeza, todos lo celebramos como un gol, el del empate, el premio al perfecto trabajo de Osasuna, el de la gratificación al planteamiento de Arrasate, el de la recompensa a una afición que animó sin desmayo. Herrera, si el campo tuviera vallas, habría trepado en ellas para celebrarlo como Martín la primera noche ante el Glasgow Rangers. El portero, sin soltar un balón que era más suyo que nunca, clavó los ojos en la grada y saludó. "Mis ojos ya lo habían visto", le faltó decir.