Desborda la simpatía de quien cree que la belleza está en lo cotidiano, en la experiencia. Manuel Vilas (Barbastro, 1962) habla de los personajes de Nosotros, su última novela, como si fueran tan reales como la vida misma mientras desmenuza el sentido de su existencia con vehemencia: un amor que –solo quizás– es capaz de burlar a la muerte, al tiempo y al olvido.
Construir un ‘Nosotros’ en un mundo tan individualista es cada vez más difícil, ¿no cree?
Es la principal aventura de un ser humano. Vas de un yo a un nosotros. El adolescente llega un momento en el que toma conciencia de que es un yo y tiene que construir un nosotros, de la naturaleza que sea: una familia, una pareja, un grupo de amigos... cualquier forma de vida en común.
El sentido que le da al amor el personaje de la novela, Irene, ¿ejemplifica la forma de pensar de toda una generación?
Ella tiene 50 años y, sin duda, se pueden ver en ella rasgos generacionales. Es una mujer empoderada, tanto que ni es consciente de que lo está. Está en una fase de coger todo lo que le da la gana de la vida y del mundo. Es una mujer viuda que cree haber vivido una historia de amor apasionante con su marido, Marcelo, con el que estuvo casada 20 años. Cuenta que hicieron el amor todos los días en ese tiempo. Pero Marcelo ha muerto y no soporta que le haya abandonado la sensación de plenitud que le daba ese hombre.
¿Qué papel juega en la novela el Mediterráneo?
Aparece como una presencia de la belleza en la naturaleza. Irene inicia un viaje, toda la novela es una road movie. Se va de Madrid a Málaga, donde se aloja en un hotel con vistas al mar. La presencia del mar le devuelve una corporalidad que creía haber perdido. Sube a la terraza del hotel, donde ve un hombre guapo, que le atrae. Intercambian unas palabras y le dice: “La 1014”. Hacen el amor y durante en el orgasmo ella ve a su marido. Ahí empieza la novela.
Una novela que centra ella.
Es una novela de personaje, dominada por ella, donde el lector, de alguna manera, es un voyeur de su intimidad. Asiste a las fantasías eróticas, existenciales, filosóficas y morales de una mujer que busca dos cosas: la libertad y el placer. La novela tiene un giro de guión muy importante una vez se ha leído el 70%. Se van sembrando dudas sobre Irene y la historia se va a otro territorio.
No adelante más...
No, pero sí se puede decir que Irene es una mujer compleja y su manera de narrar la historia de su vida es particular. Todo aquel que cuenta su vida, miente, fantasea. Y en este caso no solo habla Irene, sino que hay un narrador omnisciente que también está predispuesto a favorecerla.
¿El paso del tiempo no sirve, en muchas ocasiones, para idealizar amores pasados?
Es lo que ella hace. Los seres humanos idealizamos mucho nuestro pasado. De ahí obtenemos una cierta sensación de que hemos alcanzado un significado para nuestras vidas, de que lo vivido tuvo un sentido. Por eso quería que tuviera 50 años, quería una mujer que ya ha vivido. Para mí la experiencia da belleza. Una persona que ha vivido, lo notas. Tendrá arrugas, pero serán hermosas.
Sin embargo, el concepto de la belleza se identifica con lo físico.
Creo que la belleza es una mezcla de atractivo físico y de experiencia vivida. Irene se acerca al primer amante con el que se acuesta para oírle hablar y ver qué transmite su voz.
¿Idealizar es una forma de combatir el duelo y la soledad?
Otro tema de la novela es la soledad. Lo traté también en Ordesa. Es un enigma de la condición humana. Todo ser humano, por mucho éxito sentimental o profesional que tenga, siempre tendrá momentos de profunda soledad. Esa soledad da pánico a Irene. Para evitarla, ella se inventa estas aventuras promiscuas que tiene con hombres y mujeres, y luego también plantea una teoría de la belleza: le fascinan los objetos bellos. Está fascinada con los relojes, hoteles y coches.
Suena un poco materialista.
Quería que la novela fuese una historia de amor dentro del capitalismo, porque cualquier historia se va a dar bajo los parámetros económicos, morales y culturales del capitalismo. Siempre me gusta explorar el capitalismo, y aquí hay una exploración a través de las marcas y de los precios. Hay toda una presencia del dinero y del valor de las cosas.
En la novela hay una especie de metáfora en la que se compara al amor con la calidad de los muebles.
Marcelo regenta una tienda de muebles que se llama Los muebles de todos. Él es el que dice: “Los muebles de Ikea son la derrota del amor”. Cuando ve una pareja que deduce que se van a ir a vivir juntos, quiere venderles muebles de madera, bonitos. Piensa que esos muebles, en tanto en cuanto son bellos, van a proteger ese amor. Tiene una idea de que la belleza ayuda al amor. Yo también lo creo. Irene llega a decir una cosa con la que estoy en completo de acuerdo: “La belleza es un derecho político”.
¿A qué se refiere?
Cuando hablo de belleza no me refiero a la Capilla Sixtina, me refiero a lo cotidiano, la ilusión, la alegría, los sentimientos que están a favor de la vida. La fealdad de las ciudades en las que vivimos, la deshumanización, son enemigos de la vida.
Además de la belleza, Irene reivindica el hedonismo con el que siempre se relaciona más a los jóvenes.
El hedonismo tiene mala prensa, se vincula a la frivolidad. Hedonistas somos todos, no es un una teoría filosófica de unos cuantos. Rige el mundo. Lo que la mayoría hace a lo largo del día es para obtener placer. Cuando la gente dice que le encanta su trabajo se refiere a que su trabajo le da placer. El reconocimiento del placer sigue siendo problemático. Irene descubre que si en el amor no hay placer, va a ser imperfecto. Esta novela me ha enseñado que la dimensión del placer es infinita. En una parte se dice: “Dios mandó a la tierra a Jesucristo y vio que se había equivocado, y en seguida mandó a Freud, pero vio que ya era tarde”.
¿Decir que vivir sin amor es vivir a medias no resulta en muchas ocasiones una trampa para aquellos que viven en relaciones que no son satisfactorias?
Es una trampa grave. Para eso está el divorcio. La novela desmonta, al final, todo lo construido. Los seres humanos deben saber gestionar su soledad. La gente muchas veces soporta amores donde ya no hay nada por miedo a no saber gestionar tu propia vida. Es una idea que la gente tiene que aprender, o tener una idea del amor diferente, más expandida. El amor puede significar muchas cosas: puede ser amor romántico, sentimental, entre dos seres humanos del sexo que sea. Pero puede haber amor a la vida misma, a la luz del sol. El amor, en realidad, desde el punto de vista de los filósofos griegos es una salida de uno mismo hacia los demás.
En esta ocasión escribe desde el punto de vista de una mujer. ¿Le ha resultado difícil reflexionar sobre cuestiones como el amor?
Creo que los puntos de vista son diferentes. Pero tengo una parte femenina. Hay muchos escritores que la tienen y hay una tradición en eso. Ahí está Flaubert con su Madame Bovary. Para un escritor es un desafío entrar en la psicología de una mujer. Yo tengo una curiosidad enorme por entrar en el mundo de las mujeres y eso, rápidamente, me lleva a escribir una novela. Empecé a escribir sobre Irene con un afán importante de querer saber. Somos diferentes en muchas cosas, pero, hombres y mujeres, bajo el capitalismo, somos tarjetas de crédito, consumidores.
¿Compartió esas reflexiones con su pareja, Ana Merino, ganadora también del Premio Nadal en 2020?
La credibilidad era fundamental. Se supone que a un hombre le va a resultar dificultoso inventarse a una mujer. Le dije que me dijera si era una mujer, y me dijo que sí. Y además me dijo: “Si alguien te dice que no, que hable conmigo”. Eso me convenció.
La protagonista cree que el amor perfecto existe, opinión que usted, paradójicamente, no comparte.
Creo que a veces, según cómo nos despertamos, los seres humanos creemos en unas cosas y otra veces, en otras. Ese amor que dura 20 años, no lo veo, ni personalmente, ni como escritor. Ahora bien, mucha gente utópicamente piensa que en algún momento puede pasar, lo que le da un subidón maravilloso. Si los matrimonios que llevan 20 años no conservan en su estructura relacional un fuerte vínculo erótico, ahí pasa algo. Hay mucha gente que prefiere no saber nada de esto por condicionamientos sociales. Ahí aparecen las insatisfacciones y la insatisfacción acumulada destruye a un ser humano. Hay poca pedagogía amorosa: los divorcios siguen siendo traumáticos cuando no deberían serlo.
¿El miedo al fracaso es inherente a quien hace un trabajo creativo y está a merced de la subjetividad de quien recibe esa creación?
Sí, angustia mucho. Dependes de los lectores. Tu trabajo es público y les tiene que gustar a los lectores, son los que deciden, más que la crítica. Decepcionar a un lector es angustioso para un escritor. Si un lector te dice que una novela tuya no le ha gustado, ese día te vas a la cama hecho polvo. Es el miedo a decepcionar.
En este caso ya parte con el aval del Premio Nadal.
Es una garantía, pero luego es el lector el que decide. La decisión acaba siendo del lector, incuestionablemente. Eso siempre seguirá siendo así con la literatura. l