Mari Jose Aguirre nunca había entrado al Museo Guggenheim. “A mí me evoca muerte y dolor, pero me alegro de su éxito”, aclara. Los astros se alinearon, con un empujoncito, el pasado jueves, coincidiendo con el 25 aniversario del asesinato de su hermano, José María Aguirre, el ertzaina que evitó que los maceteros sembrados de explosivos que pretendían colocar dos miembros de ETA tornaran la inauguración en una tragedia. “Gracias a que estaba allí y se le ocurrió mirar al tonto de él”, dice con ternura porque, como buena hermana, le ha leído la cartilla alguna que otra vez en el cementerio. “Estoy superorgullosa de él. El Guggenheim está aquí porque José Mari cumplió con su deber de cuidar su tierra”, le reivindica.
Al director del Museo, Juan Ignacio Vidarte, con el que se fundió en un abrazo en la terraza del atrio, no le hizo falta ningún recordatorio. “Esto también es un homenaje a él”, le expresó su reconocimiento, con la familia de Mari Jose y la escultura Besarkada XI, de Chillida, como testigos. Una obra cargada de simbolismo que esta vecina de Zalla rodeó con sus brazos, como no podía ser de otra manera, siendo como son los “abrazos sentidos” su seña de identidad. “Me he sentido muy arropada por la sociedad”, reconoció tras acariciar, muy emocionada, la pieza de acero.
Mari Jose lleva meses oyendo hablar de “celebraciones”, pero ella tiene “el alma constreñida”. Desde que arrebataran la vida a su hermano no había pisado el Museo ni reconocido públicamente sus logros. “Ahora les puedo decir Zorionak. Antes no porque no había más que muertos y mi hermano estaba con cada asesinado. Cada vez que había un atentado era terrible. Me encogía en el sillón, sabía que cuando las puertas de esas casas se cierran solo hay dolor, ojos tristes sin vida”, recuerda con las miradas de sus padres, aquel fatídico día, grabadas en la retina.
Veinticinco años después, en vísperas del aniversario del Guggenheim, Mari Jose no solo se “alegra” de que haya batido este verano su récord de visitantes, sino que es “consciente de su importancia para la capital del mundo mundial”. “Bendito sea. Todo lo que sea bueno para mi Euskadi es bueno para mí”, asegura, pero la satisfacción, efímera, enseguida se vuelve agridulce. Como las sonrisas, enjuagadas en lágrimas contenidas, que esbozó cuando traspasó el umbral de sus puertas, de la mano de su esposo Ángel, y se adentró en las entrañas del edificio, “majestuoso y sublime”.
Si su hermano no hubiera visto una furgoneta sospechosa, descubierto que la matrícula era falsa, acudido a identificar a sus ocupantes, habría salvado su vida, pero la efeméride a conmemorar ahora no habría sido motivo de celebración. “Si llega a suceder y hay muertos, estaba toda la plana mayor del Estado español y del Gobierno vasco. Nos habrían cortado las alas. Eso también significa libertad para este pueblo. El Guggenheim es celebración gracias a mi hermano”, defiende con el dolor perenne por su pérdida, pero serena. “José Mari tiene que estar bien donde esté porque era una buena persona, pero duele y, cuando se acerca la fecha, tengo un pinchazo en la boca del estómago”, confiesa.
Aunque hasta el jueves no había pisado la pinacoteca y no tiene claro si volverá, Mari Jose se mantiene informada. “Veo todas las noticias y pienso: Qué colas hay, qué exposición... Me alegra, pero no me llama. Igual es duro explicarlo, pero me es indiferente”, se sincera esta mujer, para quien el nombre del Museo va ligado a su duelo. “Oigo la palabra Guggenheim y lo primero que me viene a la cabeza es que allí mataron a mi hermano”, reconoce.
El simbólico ‘abrazo’ de Chillida
Aunque el Museo exhibe, con motivo de su 25 aniversario, sus valiosas obras, Mari Jose prefiere coleccionar abrazos. Son su debilidad y lo mismo los reparte por WhatsApp, sin escatimar emoticonos, que los atesora como marcadores entre las páginas más emotivas de su vida. Como símbolo de todos ellos sirva Besarkada XI, la escultura de Chillida que la recibió en su primera visita al Museo como si la hubiera estado esperando allí toda la vida. El tiempo dirá si este “arrechuchón” de acero forjado marca un antes y un después o se desvanece en virutas en un rincón de su memoria.
Los que permanecen indelebles son los que jamás hubiese querido dar a su familia cuando falleció su hermano o aquellos tan ansiados con los que celebraron el fin de ETA. “Me llamó mi hijo para decírmelo y me quedé en la calle quieta, parada en seco. Una del pueblo se me acercó: ¿Qué te pasa? Me abracé a ella y no me salían las palabras. Di gracias a Dios por poder seguir sin tanto miedo. Hay que sentirlo en las entrañas para decir: No va a haber más. Abrazos sentidos en casa, me llamaban por teléfono: Mari Jose, un abrazo... Después de haber peleado tanto para que se dialogara entre todos, ese día fue muy especial para mí”.
También lo fue la segunda vez que acudió a la plaza que lleva el nombre de su hermano, en la explanada del Museo, tras una primera visita, acompañada del lehendakari Juan José Ibarretxe, el día que la inauguraron. “Mi nieta, que tendría 8 o 9 años, me dijo: Amona, tenemos que ir al Guggenheim. Cuando llegamos a la farola donde habían puesto la placa, la abrazó, miró el nombre de José Mari y la volvió a abrazar. Después nos dijo a mi marido y a mí: Ahora vamos a abrazarle los tres. Fue un día precioso”.
A Mari Jose no le “hacía falta” que el nombre de su hermano pasara a formar parte del callejero. “Yo no necesitaba que pusiesen absolutamente nada. Al final solamente queda el recuerdo para la familia, porque luego van pasando los años, se va cambiando de generación...”, se resigna. De hecho, lamenta, “si hay algo que me produjo mucho dolor fue ver en la tele que en esa plazoleta estaban dando vivas a Eneko, al que mató a mi hermano. Me dolió porque fue humillante, pero después pensé: Los que se retratan son ellos”. También le hirió el recibimiento “con charangas, banderas y aplausos al otro que estaba en la cárcel”. “Córcholis, un poco de discreción y de no causar inquietud ni crearte una espinita. Yo no puedo aplaudir ni gritar. Igual es un poco de envidia”, sonríe.
Mari Jose almacena aún muchos más abrazos, perpetuos como el de Chillida, entre sus recuerdos. Entre ellos asoma el que les dio, en el homenaje a su hermano del año pasado, a dos ertzainas que se secaban las lágrimas. “Les dije quién era y fueron unos abrazos sentidos. Fue superemotivo ver a dos de sus compañeros emocionados después de tantos años. Me contaron que hay una foto suya en la comisaría de Bilbao y que al entrar le dicen: Buenos días”. También ella le habla a José Mari, enmarcado en una pared de su domicilio. “Está presente todos los días, pero ya no con ese dolor, sino desde la serenidad. Le digo: Egun on o Menudo día que estoy teniendo hoy, pero así, de pasada. Sin sufrir. Sonriendo”.