Las decisiones judiciales nunca llueven a gusto de todos. Menudo perrenque se agarró Marine Le Pen cuando su abogado le susurró al oído que la jueza que había llevado su causa por malversación le iba a imponer la pena más dura: cuatro años de cárcel e inhabilitación. Sin esperar siquiera a escuchar la decisión de labios de la presidenta del tribunal, la líder indiscutible de la ultraderecha francesa se puso el bolso en el hombro y abandonó la sala dando un portazo. Ya fuera, ante los racimos de micrófonos que le salieron al paso, vomitó sapos y culebras contra el sistema judicial de su país. Acusó a las instancias togadas de "haber lanzado una bomba nuclear contra el Estado de derecho" y se reivindicó como víctima de una persecución togada que pretendía eliminarla de la carrera por la presidencia de la República, en la que la mayoría de las encuestas la sitúan en cabeza.
Así, en el primer bote, y sin entrar en los detalles, la reacción me pareció calcada a la de otros políticos geográficamente más cercanos a los que la llamada justicia había segado la hierba bajo los pies para dejarlos fuera de juego. También Arnaldo Otegi y sus compañeros de banquillo en Bateragune denunciaron haber sido objeto de una cacería judiciaria. Y lo mismo hicieron los principales dirigentes del procés. Desde mi punto de vista, con toda la razón del mundo en ambos casos. Tengámoslo en cuenta antes de sacar las fanfarrias para celebrar que una jueza ha cortado en seco la trayectoria de Le Pen hacia el Elíseo. Máxime cuando el más acendrado rival desde la izquierda de la individua, el abanderado de La Francia Insumisa, Jean-Luc Mélenchon, no ha tenido empacho en afirmar que la victoria contra el ultramonte galo no debe sustanciarse en los tribunales, sino en las urnas. Por lo demás, pueda o no pueda presentarse la condenada, no desdeñemos los efectos del martirologio como catalizador del voto. No vaya a ser que este tiro acabe saliendo una vez más por la culata.