Con 12 años, la hija de una gasteiztarra, que prefiere no revelar su identidad, pasó de ser “cariñosa y sociable” a convertirse en “la niña del exorcista”. Era 2021, la época en la que pasó del colegio al instituto y accedió a su primer teléfono móvil.
“Empezó a estar todo el día con él, con los videojuegos, da igual el que fuera porque todos le venían bien, y en TikTok, pero no haciendo vídeos, sino viéndolos, y para cuando me quise dar cuenta, empezó a ponerse agresiva”.
Para mayo de ese año, todo se desbordó. En el colegio comenzó a fallar su rendimiento escolar, “porque no empleaba el tiempo en cosas que realmente debía de estar haciendo”.
Entonces, le empezó a quitar el teléfono móvil y el ordenador y es cuando desató su ira y frustración, en casa, como suele ser habitual, al ser con los que tienen más confianza:
“Comenzó a estar violenta, a destrozarme la habitación, un día tiró todo... Me dolía mucho porque parecía otra persona. El año del confinamiento, se aprendió la canción del cumpleaños feliz al piano, para tocármela. Me preparó el desayuno y la canción y luego pasó a tirar todo... Y me dolía también porque hasta entonces pensaba que lo estaba haciendo bien, pero al ver que no... Comenzaron mis sentimientos de culpa y de vergüenza”, recuerda.
Cambio radical
Y cuando le pedía explicaciones a su hija, sus contestaciones eran: “Sí, y ¿qué? Y si me dejas, te destrozo el resto de la casa”. Hasta que un día fue más allá. “Llegó a empujarme y a insultar. Antes de que pasara todo esto, cuando le decía que algo no me gustaba, no llegaba nunca a ponerse así. Ella siempre ha sido una niña muy buena, cariñosa... Era estupenda, pero, de repente, pasó de ser una niña fantástica a ser, como le decía yo, la niña del exorcista. Un cambio radical, de un tiempo a otro, a la adolescencia y sumarle también las compañías, que hacen mucho”, lamenta aún con emoción su ama.
Y da igual lo que dijera a su hija porque no servía de nada. “Tuvo una temporada en la que estuvo diez días sin comer, diciendo que esto no era vida, que se quería morir... El problema lo tenía conmigo porque era yo la que le quitaba las tecnologías, con mi familia no... Y en el colegio tampoco, porque cuando le contaba al profesor lo que me pasaba con ella, me decía que imposible, que si era un cielo de niña y que se llevaba bien con todo el mundo... Que les costaba creerlo”.
Pero a esta madre, como ya se le habían encendido todas las alarmas al máximo, decidió buscar ayuda, aunque no sabía muy bien a quién recurrir: “Llamé al pediatra, que decidió derivar el caso a la Unidad de Psicología Infantil... De ahí al psiquiatra, que determinó que era un asunto de Servicios Sociales... También hablé con el profesor, que me derivó a la pedagoga del colegio...”.
El semáforo
Así, hasta que al final conoció la existencia del programa del Ayuntamiento de Vitoria de Intervención Precoz en Violencia Filioparental, al que da las gracias, como resalta, por haberles ofrecido las herramientas necesarias para mejorar la comunicación madre-hija.
“Nos han enseñado muchas cosas, pero aprendimos, sobre todo, a controlar la ira y a tener en cuenta el semáforo, porque si está en rojo, no podemos tener comunicación, porque si las dos estamos enfadadas no nos vamos a escuchar, y menos si empezamos a gritar. Ahí es cuando hay que parar y separarnos. Pero esto lo vas aprendiendo, al principio, lo ves negro, muy oscuro, al pensar que esto es imposible y que a mí no me va a funcionar, pero poco a poco, fuimos viendo que sí, siguiendo las pautas”.
Tres tipos de sesiones
Para lograrlo así, durante unos seis meses, aproximadamente, han participado en tres tipos de sesiones: en las que participan solo hijos, las de progenitores y las dirigidas a familias. “A mí me calmó un poco al empezar a ver los problemas de otros padres y darme cuenta de que no era la única”, rememora.
Pero en el fondo, como matiza, ha tenido suerte con su hija. “Las dos nos hemos dejado que nos enseñen y lo hemos puesto en práctica en casa”.
“Iba siempre a las sesiones y además contenta, por su forma de ser, que es muy sociable, y yo creo que eso le ayudaba a llegar allí y a hablar con otra gente. Todavía, hoy por hoy, hay días que no lo tiene y no le pasa nada: puede ayudarme a hacer una comida, tareas de la casa... Pero ahora dialogamos de otra manera, y aunque no le puedo pedir que saque un 10, porque no quiere estudiar, sí que apruebe, para que, por lo menos, saque el curso. Tienes que estar negociando todo el rato. Ahora, hasta nos hemos vuelto a dar besos”, destaca.
Y señala también lo importante que ha sido pedir ayuda a tiempo, pese a ese sentimiento de vergüenza y culpabilidad: “Si yo hubiese tardado algo más de tiempo... Así que animo a los padres que estén pasando por eso a participar en este programa. A mí me ha servido y ahora estamos mejor”.