En la opulenta Suiza hay más dinero que mascarillas, como si la pandemia fuera ajena al país que hizo de la neutralidad y el secreto bancario un estilo de vida. Entre la afición suenan los cencerros, el sonido de las montañas y de las carreras. Es la banda sonora de un paisaje exuberante, de una postal estupenda, idílica. En ese remanso de paz, los aplausos son más tibios. La algarabía, la justa. Nadie quiere sobresaltos. Es un país sotto voce. Entonces truena Mathieu van der Poel, que es todas las tormentas, la fuerza de la naturaleza desatada, embravecida, sin freno. Ruido. El neerlandés es la furia, el trueno, el brutalismo. Un ser imparable. Una avalancha. Una embestida. Volcánico, puro arrebato, Van der Poel incrustó otro proyectil en el corazón del Tour de Suiza. Ahora lo lidera.
Ciclista de rompe y rasga, sin medios tiempos, Van der Poel, una central nuclear de producción de vatios, ejecutó a Laporte y a Alaphilippe. El neerlandés que aplasta esperanzas ajenas, que pisotea voluntades, convirtió al campeón del Mundo en un niño, en un chiquillo en bici con ruedines. Gigantesco, colosal, Van der Poel alzó la victoria como quien se quita de en medio una mota de polvo del hombro. El neerlandés sacude a los rivales desde su armadura de boxeador de los pesados. Un Mike Tyson en bicicleta. Nadie puede sostenerle la mirada. Menos aún la arrancada. Es un cohete. Quema queroseno, el combustible de los aviones. En su segunda victoria consecutiva en la carrera helvética, Van der Poel fue el terremoto que lo alteró todo.
Porque en días que son clásicas, donde la defensa es el tambor de una Gatlin, la ametralladora que se abrió pasó en el oeste, no hay mayor volumen de fuego que el de Van der Poel, un ciclista sobrenatural, capaz de reventar cualquier puerta. Demoledor, explosivo, el neerlandés se encumbró nuevamente. Lo hizo en un esprint después de que Iván García Cortina buscara una utopía. Al asturiano le arrancaron el corazón de la ilusión a un kilómetro de meta. Para entonces, la jornada era una constante agitación, con la acción propia de un parqué bursátil en tiempos convulsos. En ese territorio, Van der Poel siempre cotiza al alza. No existe valor más seguro. Es un prodigio sin parangón en finales en los que se trata de imponerse a puñetazos de certezas. Su exhibición ante Alaphilippe, tercero, y Laporte, segundo, evidenció su pose de ganador. Lobo de Wall Street.
Antes de que se pavoneara para la foto con ese estilo tan suyo de rapero provocador y algo hortera, Van der Poel resituó la acción. Todo gira alrededor de él. Él es su equipo. A 25 kilómetros de la llegada, el neerlandés se desempolvó. Aquí estoy. Fue el aviso. Alrededor de su figura se arremolinaron el resto de favoritos, siempre pendientes de Van der Poel, que nunca va de farol. Se lo impide su naturaleza. Bandera pirata. Al asalto. El neerlandés solo corre pendiente de sí mismo. El que pueda que me siga. Alaphilippe, que tampoco sabe camuflarse, extendió la propuesta de Van der Poel. Otra invitación para otro duelo entre dos ciclistas brillantes. Colisión estelar.
FRAILE, OCTAVO EN META
El Ineos se activó con Carapaz. En ese grupo también respiraba Omar Fraile, octavo en meta el santurtziarra, pendiente de proteger a Fuglsang. Alaphilippe insistió en esa guerra de guerrillas. Se reubicaron los favoritos y entonces emergió la figura de García Cortina. El asturiano se despegó, pero se quedó en el casi. Le devoró la aceleración de los elegidos, que se encontraron en un esprint a quemarropa. Allí, con la general constreñida por un ramo de segundos, Van der Poel fulminó a sus rivales para encaramarse en el trono suizo. Luce en lo más alto con un segundo de ventaja sobre Alaphilippe y cuatro respecto a Küng, el líder que no pudo sujetar el despliegue del temible neerlandés. Nada se le resiste a Van der Poel.