La colina que corona Turín contiene la gloria de la Casa Saboya y la tragedia del Grande Torino. Superga, la montaña con basílica, es un mausoleo de reyes y el memorial de los héroes del Grande Torino, el equipo de fútbol que pereció en 1949 en un accidente de aviación, el 4 de mayo de 1949, cuando el avión que les transportaba de regreso a Italia, un trimotor FIAT, se estrelló contra el templo.
El Giro honró la memoria de los caídos, la leyenda de un equipo para siempre en el recuerdo de los turineses. A las 17.03 horas de aquel día finalizó de la manera más trágica la vida de un equipo fabuloso, nunca antes visto por su atrevimiento y ferocidad atacante. El shock en Italia fue descomunal. Un millón de personas acudió al funeral. Había muerto una parte del país.
El Grande Torino, el mejor equipo del planeta, sirvió como escape de la posguerra, el hambre y el fascismo. Al igual que los duelos entre Coppi y Bartali, el de las dos Italias, la más moderna y la tradicional; la vanguardista y la pía. En ese accidente cambió el relato del fútbol y, probablemente, también el de la historia, según narraba Enric González en sus maravillosas, deliciosas y adictivas Historias del calcio.
Después de ese negro día todo fue distinto, más gris. La Juventus, que compró la familia Agnelli, se convirtió en una fábrica de ganar títulos con la eficacia y el rigor de una cadena de montaje de la FIAT. Fútbol industrial. La fantasía y la imaginación perecieron en Superga. Pogacar quiso resucitar esa memoria. Aquello que nos hace sentir vivos.
Con apenas 15 años, el esloveno se enamoró de la Corsa rosa tras una excursión de su escuela de ciclismo de Komenda (Eslovenia), a Trieste para asistir al Giro de 2014. En Turín, la cuna del Risorgimento italiano, fabuló Pogacar, que representa la luz y el Renacimiento de los que fueron capaces de firmar obras maestras para siempre con la audacia de atravesar los imposibles y conectarse a Dios a modo de Miguel Ángel con la Capilla Sixtina.
Fantástico Narváez
En ese pasaje falta un resquicio, apenas la nada, para que lo humano, Adán, y lo divino sean uno. Pogacar y el Giro. Por esa grieta, el inesperado Jhonatan Narváez halló la luz para agarrar la gloria y ascendió al cielo de Turín. Se vistió de rosa, el color de Pogacar, aunque no se sabe cómo le sienta aún. El esloveno es un artista, un genio que responde a sus instintos primarios, los que le conectan con la infancia, con el sentido lúdico y divertido del ciclismo. Un enfant terrible. Un ciclista irreverente, niño prodigio. El Mozart del ciclismo.
La banda sonora del esloveno la interrumpió Narvaéz, la nota discordante en la ceremonia de coronación de Pogacar. El ecuatoriano se cobró los derechos de autor de la sinfonía que interpretó el esloveno. En Turín todos esperaban al esloveno, que sucumbió en el esprint ante el ecuatoriano y Schachmann. Ambos se colgaron de él en San Vito, un muro que la organización situó a mayor gloria del esloveno semanas atrás. Era la explosiva alfombra roja para el desfile de Pogacar, como exigía el guion del metraje de la jornada inaugural del Giro.
Ataques de Pogacar
Pogacar agitó su bandera de rebeldía, el estandarte pirata en una cuesta donde todos parecían perecer. Pogacar quiso convertir San Vito en un mausoleo y en un lugar de peregrinaje para la memoria. No contó el esloveno volador con el muelle de Narváez, sensacional, en su mejor versión.
El ecuatoriano repelió las tres sacudidas de Pogacar, que tuvo que acelerar antes de tiempo porque en San Vito bailaba Conci, el rostro desfigurado, la pedalada agónica por delante. Muerte y resurrección en cada metro. Pogacar bamboleó los hombros, la danza guerrera. Acelerante para la gasolina.
Narváez, esplendoroso, no le concedió ni un palmo. Soportó las descargas eléctricas aún con más luz. Entendió el esloveno que Narváez, enjuto pero fuerte, era un invitado sorpresa, descarado, peleón e incómodo. Un suplicio del que no se desprendía a pesar de sus intentos. San Vito no era el baile de la victoria de Pogacar.
Primeras diferencias
Incluso Schachmann se sumó al dúo apenas coronada la empalizada, la última cresta del bautismo del Giro que se deslizaba en una bajada humeante, vertiginosa y serpenteante hacia Turín. En el esprint, encabezado por Pogacar, el cuello girado, la mirada bizca, la desconfianza transpirándole la piel, Narváez remontó y abrazó una estupenda victoria. Al astro esloveno también le opacó Schachmann. Los caminos del señor son inescrutables. La epifanía de Narváez.
Aunque no pudo pintar de rosa el primer sorbo del Giro, Pogacar evidenció su autoridad y sumó los primeros segundos para su causa, que no es otra que Roma. En La Maddalena, donde todavía reverberaba al emoción de Calmejane, el último hombre en pie de la fuga, se descoyuntó Bardet. El escalador francés se indigestó en una ascensión sin aristas.
Aún así, se cortó. Cedió un minuto. Lo mismo que Quintana. A Arensman, otro ciclista que sueña con el podio, le agarró una pesadilla. Descartado en el acto inaugural a más de dos minutos del esloveno. Thomas, el eterno, Daniel Martínez y Tiberi, entre otros, apenas concedieron una quincena de segundos respecto al esloveno, el rey que no pudo reinar. Lo impidió el ecuatoriano. Narváez humaniza a Pogacar.