Hoy se cumple el primer aniversario del brutal y sorprendente ataque terrorista perpetrado por Hamás contra civiles israelíes que acabó con más de un millar de vidas inocentes y sirvió de detonante para todo el horror venido después. Tanto ha sido este, tan homicida la represalia, tan indiscriminada la venganza, que es fácil medir al peso el dolor, amortizar el menos voluminoso.
El horror desatado por la estrategia genocida de Benjamín Netanyahu nos hace perder la perspectiva de quienes también han puesto las vidas inocentes de su pueblo bajo la bombas. Ahí también hay una responsabilidad de quienes colaboran con intereses ajenos y deciden el martirio de los suyos como carne palestina de cañón.
Pero, puestos a olvidar, esa memoria nuestra que abre los ojos cada día como si fuera el primero ha olvidado que hace poco más de un siglo Palestina era territorio otomano. Sus habitantes estaban sometidos a quienes tampoco compartían etnia pero sí religión. Es más, si algo unía a judíos y musulmanes en Palestina era la sumisión forzada a intereses extranjeros. Imperio otomano, primero; protectorado británico, después.
Y así, hará unos 75 años, la vergüenza de las democracias europeas –ese sentimiento que no afecta a los regímenes autoritarios, a los belicistas ni a los mercaderes de odio con pingües beneficios– fue mayor que su inteligencia. La ideología ultrapopulista que se hizo con los mandos del sionismo, unida a la arrogancia de los recién nacidos estados árabes dibujó el inicio de una guerra sin fin con enfrentamientos directos en 1948, 1956, 1967, 1973, 1978, 1982, 1987, 2000 y 2006 en forma de guerras árabe-israelíes, invasiones de Líbano, e intifadas. Una guerra de exterminio con otro episodio agudo desde hace un año. En Palestina sumamos un siglo de errores que cuestan vidas y siembran odios.