La cabeza me daba vueltas como si, en aquel instante, viviese en un eterno tiovivo que no cesaba de girar, girar y girar. No era capaz de distinguir los objetos y las personas que se situaban a mi alrededor. Mi vista había sido conquistada por el etanol. Ese pequeño demonio que se comporta como una sustancia psicoactiva había tomado las riendas de mi visión – y de todo mi ser – y se resistía a abandonarme. A pesar de todo ello, logré atravesar la marea de personas ebrias de algarabía y alcohol, claro. “Trikkimailu y, despuéss, la pinpi. Esstoy sserca”, creo que repasé mental y torpemente.
Cuando dejé atrás el océano festivo, me dispuse a cruzar el puente del Ayuntamiento. Iba acompañado, si la memoria no me falla, de un chico al que conocí esa misma noche. “Vas muy mamado Álex”, creo recordar que me advertía. Lo que sí recuerdo vívidamente es que tenía una necesidad imperiosa de realizarme un test de alcoholemia en uno de los puestos que el consistorio había habilitado para ello. (Por eso nos habíamos trasladado hasta allí). Quería saber si estaba en condiciones de conducir raudo y veloz a la comodidad de mi cama. ‘Spoiler’: no lo estaba. Pero en mi mente, poseída por Baco y sus caldos mezclados con carbonatado de cola, existía la posibilidad de que sí lo estuviese.
Al fin, tras caerme un par de veces e intentar tirarme a la ría para, según mi acompañante, “refressscarme”, – algo así debí "explicarle" – llegamos al toldo negro. Este chico – ¿Iñigo? ¿Ignacio? ¿Ikoitz? – me sentó en una silla. Estaba mojada. Me importó una mierda.