Esta es del día que ganó la txapela. Estamos en la sidrería de Iturrigorri. Solíamos alquilarla entera para nosotros, para la familia y los amigos, cada vez que Perfecto llegaba a una final. Y hacíamos allí la fiesta tanto si ganaba −bueno, en realidad solo ganó esa vez−, como si perdía. Los que están cantando detrás de él, vestidos de mejicanos, son Los Pajarrakos de Zarraluki, un grupo de chavales del pueblo a los que les dio por montar un mariachi.
Eran amigos de mi hijo desde pequeñicos, desde la escuela. Perfecto les compró los instrumentos. Fue una de las primeras cosas que hizo en cuanto empezó a ganar dinero con la cestapunta. Era muy generoso. Muy eskuzabala, como decimos por aquí. Y por eso se le arrimaba tanta gente.
Y no toda de fiar. Pero Los Pajarrakos eran buenos chicos, lo reconozco, por mucho que yo tuviera mis más y mis menos con ellos. Un poco calaveras, como Perfecto, pero buenos chicos. Le hicieron esa canción que se hizo tan famosa: Me parto con Iturri IV yo me partooo.
Aunque aquí seguramente la que esté cantando Perfecto sea la de El rey, que era su preferida. Por cierto, esto son cosas de las que solo se da cuenta una madre, pero en esta foto Perfecto está un poco triste, se le nota en los ojillos. Es curioso.
Yo creo que, en el fondo, él prefería perder las finales, que así se sentía más cómodo, más libre, con menos responsabilidades. Que así podía hacer siempre lo que quería, seguir siendo el rey...
Esta otra es de txiki, de cuando se le rompió un brazo, en la sima de Isilpekoleze. Era un terremoto de niño, un cabezaloca. No le tenía miedo a nada. Siempre andaba trepando a las peñas, o tirándose de cabeza del puente cuando llegaba el verano, o −¡ay, se me pone la piel de gallina!− haciendo el bestia con la bici, derrapando o bajando el puerto a toda velocidad... Nos pegaba unos sustos terribles.
Porque estaba también aquello suyo de la catalepsia, esas ausencias que le daban y lo dejaban a veces como muerto. De mayor, la enfermedad le fue a menos, pero yo seguía sufriendo igual cada vez que lo veía en el frontón, lanzándose en plancha a restar un tanto…
A la gente aquello le encantaba, pero a mí me ponía de los nervios. “¡Ay, que le ha dado, ay, que le ha dado!”, gritaba como una histérica cuando lo veía caer despatarrado en la cancha. Luego, de repente, él se levantaba de un salto, soltaba uno de sus juramentos, kaben zoooootz!, y seguía jugando, como si nada.
Esta es de su bautizo. Le llamamos Perfecto por tradición familiar, porque a los niños les solíamos poner el nombre que tocaba en el santoral el día que nacían. A él el suyo no le gustaba nada.
Aunque a veces también se lo tomaba a broma. “Nadie es perfecto”, decía por ejemplo alguien en una conversación, y entonces él saltaba como un resorte: “¡Yo sí! Perfecto Iturri”. Pero, en el fondo, Perfecto odiaba su nombre.
Yo creo que por eso se empeñaba en hacer las cosas siempre mal. Era un rebelde. La gente también pensaba, como yo, que podía haber ganado muchas más txapelas, pero que no quería, que prefería la mala vida, las discotecas, las chicas, los txuletones…
En lo que no caían era en que, en realidad, ese era también el secreto de su éxito y por eso todos lo querían tanto: porque veían en Perfecto sus propias debilidades, sus propias imperfecciones. Por lo demás, lo del nombre podía haber sido aún peor, como su abuelo, que nació el día de san Segundo, o sea, que era Segundo Iturri pero también Iturri II, y al final todo el mundo lo llamaba El Capicúa.
Aquí Perfecto está en el Jai-Alai de Miami. Es una foto muy bonita, muy famosa. Por entonces se encontraba a tope, pletórico. Se ve en la imagen, subiendo por la pared y agarrando con la cesta esa pelota, que debe de estar a cuatro o cinco metros de altura.
También usaron unas imágenes de mi hijo para la cabecera de aquella serie de televisión, la de los dos detectives tan guapetones, el negrito del pendiente y el rubiales con la americana arrugada. Ganó mucho dinero, allí, en América. Pero tal como vino se fue.
Esta es en La Txabola, el día que ganó la rifa. La Txabola era una discoteca que había por Iribertegi, cerca de donde está ahora la presa del pantano, una que voló por los aires la ETA, porque decían que se trapicheaba con droga. Perfecto solía ir mucho por allí. Una vez le tocó aquel coche que sorteaban con la entrada los sábados.
La verdad es que tampoco fue tanta suerte como decían, porque mi hijo solía comprar cien o doscientas entradas, para todos sus amigotes, cada vez que iba a la discoteca.
Esta otra no quiero ni mirarla. El que está con él es uno al que llamaban El Antropólogo (“Soy antropólogo, experto en antros”, hacía siempre el mismo chiste). Uno que se quedó sin pierna en una exhibición de deporte rural, por culpa de un accidente con una motosierra.
Fue este sinvergüenza el que le buscó la ruina a mi hijo, el que le metió en todos aquellos chanchullos con la marihuana. El que manejaba todo el cotarro. Pero, claro, como iba en silla de ruedas, quien acababa siempre encargándose de todos los marrones, de ir a ver las plantaciones del monte o a cobrar a este o al otro, era mi hijo…
Aquí es cuando se retiró. A Perfecto la cestapunta le gustaba, no sé si tanto como la parranda, pero le gustaba, lo había mamado desde pequeño, en casa. Su padre, su abuelo, su bisabuelo, todos habían sido pelotaris. Y, quieras que no, al final eso uno lo lleva metido dentro.
Cuando dejó de competir como profesional todavía seguían llamándole a festivales y exhibiciones, en las fiestas de los pueblicos... La mayoría de las veces en realidad era para reírse de ellos, de los veteranos, de sus barriguillas, o de cómo se sofocaban en cuanto daban dos o tres carreritas. En algunos sitios les obligaban a hacer desafíos, a jugar uno contra dos, o a sentarse en una silla antes de restar un tanto…
Una vez Perfecto me contó que le ataron un perrillo a una pierna, y que tenía que andar con él pegado detrás de la pelota, pero que el dueño del animal estaba compinchado con el otro pelotari y, cada vez que lo llamaba, el perrillo echaba a correr hacia la grada, así que Perfecto acababa frenándose para no estrangularlo o para no tropezar con la correa.
Aquello era, en fin, un circo, pero Perfecto estaba en su salsa, con las apuestas, y la gente de fiesta, invitándole después de los festivales a copas o a comer, sin obligaciones, sin tener que preocuparse por la dieta o por si al día siguiente tenía un partido importante...
Esta es de unos meses después de salir de la cárcel. Fue su peor época. Se puso muy gordo. Se pasaba los días encerrado en casa, sin hacer nada, solo comiendo, no quería ver a nadie, tenía miedo de que volvieran a jugársela. A mí se me partía el corazón.
Un día vinieron Los Pajarrakos y, para animarlo un poco, cantaron debajo de su ventana la ranchera que habían escrito para él: Me parto con Iturri IV yo me partooo.
Y esta vez fue literal, porque Perfecto, al que aquello no le hizo ninguna gracia, se asomó con una escopeta, pegó un par de disparos al aire y, cuando sus amigos salieron corriendo, uno de ellos, el cantante, se cayó en una zanja y se rompió la tibia y el peroné.
Después, eso sí, Perfecto les llamó para pedirles perdón, hicieron las paces, y así comenzaron a verse otra vez, y a juntarse de vez en cuando en El Pezón Giratorio, que por entonces acababa de abrir... Casi por la misma época fue cuando le ofrecieron también lo de la tele. Y así, poco a poco, parecía que iba saliendo del agujero. Hasta que pasó lo que pasó…
Esta es la última foto. Se la saqué yo misma. Fue unos días después de que aceptara, por fin, participar en aquel reality, uno de esos de tirarse al mar desde un helicóptero y subirse en taparrabos a los árboles y pelearse con los otros participantes por una raspa de pescado o un par de limacos.
Al principio dijo que no, que eso iba a ser como volver a la cárcel. Pero luego le fue pudiendo el ego, porque, en el fondo, mi hijo prefería ser Iturri IV que Perfecto Iturri. El problema era que físicamente estaba hecho una ruina. Y por eso se compró esa bici de la foto. Para ponerse en forma.
Hacía mucho tiempo que no hacía deporte. Ni siquiera tenía ropa para entrenar. Tuvo que sacar del marco de un cuadro que teníamos colgado del salón la camiseta con la que ganó la txapela. Y yo le subí de la bodega su casco de cestapuntista. En la foto, en la puerta del baserri, se le ve contento, con su bicicleta nueva.
Le brillan los ojillos y, debajo de todo ese corpachón que parecía habérselo tragado, como un ogro hambriento, todavía se puede reconocer al niño que fue, a ese niño cabezaloca y rebelde que siempre hacía lo contrario de lo que le decían. “Que no se te olvide ponerte el casco, que la carretera es muy mala”, recuerdo que le dije, antes de echar a pedalear.