Hace apenas dos semanas, Tom Pidcock se estrelló contra el suelo mientras reconocía el trazado de la crono que inauguró la Itzulia de la caídas, las desgracias y el drama como si ese accidente fuera una premonición. El inglés tuvo que dejar la carrera antes de comenzar. En la Amstel Gold Race se reencontró con el otro lado del ciclismo, el de la victoria y el deleite.
El drama y la gloria comparten colchón. La victoria de los vencidos son siempre las más bella y emotivas. Una porción de justicia poética, tal vez de romanticismo.
El inglés sometió a Hirschi, Benoot y Vansevenant en el esprint a cuatro tras una clásica ingobernable en la que Pello Bilbao, noveno, subrayó su capacidad para manejarse en escenarios cambiantes e inestables. Se quedó en el extrarradio del último reparto de cartas.
La Amstel, que entre Maastricht y Berg en Terblijt suma un recorrido de 253,6 kilómetros y 33 cotas, es un caballo indomable. Una carrera libre y caleidoscópica, un juego de espejos, luces y sombras que iluminó a Pidcock.
Conocía el inglés la naturaleza de una clásica que se vive a fogonazos, una cita amada pero que le rechazaba, refractaria a su deseo. La vida tiene sus propios planes.
Revancha de Pidcock
La Amstel premió la perseverancia de Pidcock, al fin sonriente en el mismo escenario en el que tres años atrás Van Aert le arrancó la alegría en la foto-finish, donde uno no siempre sale como le gustaría.
Tiene algo de fotomatón, de instantánea con el gesto improvisado o cuando no de mueca escasamente favorecedora. El inglés, aliviado, disfrutó de la victoria a pesar del agobio que le provocó Hirschi, que le discutió el laurel. No fue necesaria la foto-finish para concretar la identidad del vencedor.
Pidcock, dichoso, se quedó con la cerveza más grande en el podio después de ser tercero el pasado curso y segundo en 2021. Alegría para Pidcock, que conquistó una carrera que le seducía, pero que se le escurría como los veranos que se acumulan en las postales de la nostalgia.
Era esquiva la Amstel para el inglés, que se aferraba al recuerdo de los instantes es lo que pudo ser suya. Soñaba Pidcock con una carrera con aspecto de pesadilla. Arponeó su Moby Dick, su obsesión. Encontró la paz interior. El consuelo. Balsámica Amstel.
Sin huella de Van der Poel
No para Van der Poel, de blanco impoluto el neerlandés, casado con el arcoíris y las grande clásicas, anotadas en el el cuaderno de bitácora los días de piedra y rosas.
Monumental en el tour de Flandes y la París-Roubaix, donde cinceló su nombre en el frontispicio de la historia, la Amstel, la clásica que se consume a pequeños sorbos, se le indigestó.
No fue capaz de encontrarle el pulso a la carrera, ajena a su modus operandi: la cabalgada en solitario, la estampida irrefrenable.
Van der Poel perdió la luz. Corrió entre sombras, indefinido y brumoso en una clásica centelleante, una tormenta de rayos que caen sin orden aparente, caprichosos, camuflados en un trazado dibujado por cotas y más cotas para una clásica espumosa en los últimos muros, los definitivos.
Una carrera laberíntica
Después de las aventuras de los fugados, que estiraron lo que pudieron la esperanza, que no tiene dueño y a todos pertenece, en el Fromberg, la agitación tomó el bastón de mando. El caos beneficia a los que improvisan, a los que se adaptan en un vaivén entre carreteras estrechas, reviradas y caprichosas. Es un laberinto la Amstel.
Caminos que se cruzan, nodos de conexiones que tejen un entramado como el del sudario de Penélope, que lo empezaba una y otra vez en un bucle sin fin para no casarse. Lo deshacía por la noche y lo reconstruía por la mañana. Nunca avanzaba. Así perdían la paciencia sus pretendientes mientras ella aguardaba a Ulíses.
Notable Pello Bilbao
La Amstel también consume energía. Altera el sistema nervioso central. Hay que saber esperar y no caer en la desesperación ni en la desidia. Es un balanceo. Conviene calcular y no precipitarse.
Una jam session ponía música a la carrera, que dejó el vals y el ritmo acompasado para adentrarse en los solos con ráfagas eléctricas. Pello Bilbao comprendió que era el instante de chasquear los dedos y deslizarse por las carreteras secundarias con deseo irrefrenable.
En el Keutenberg, Benoot se descapotó. Selección definitiva. La criba. El gernikarra se sostuvo como pudo. Equilibrismo. Tiró del hilo del padecimiento y se soldó en el grupo que corría hacia la gloria.
Van der Poel era una reliquia. Pertenece a las piedras. Descartado el campeón del Mundo, doce apóstoles buscaban el cielo de la Amstel. Hablaron con la mímica de los relevos camino del Cauberg.
Pidcock vence en el esprint
Hirschi propuso una sacudida para que se desprendieran cuentas del rosario. Apenas hubo bajas cuando sonó la campana del último giro. Restaban tres cotas. Pello Bilbao se disparó corriente abajo. Disfruta en los toboganes. Un kamikaze. Pidcock activó la caza de inmediato. De nuevo todos juntos al salón de baile, donde se imponía el alboroto y la algarabía.
Lo que buscó el gernikarra en la bajada lo replicó Hirschi cuando la carretera mostraba el mentón y danzaban los campos, un patchwork de la naturaleza que deshilachó a Pello Bilbao. Le faltó una pizca de sedal.
Vansevenant, Pidcock y Benoot siguieron al suizo, que quería guerra. Pello Bilbao quedó en un limbo, territorio neutral. Cerca pero lejos. La peor sensación. Sabor amargo. Al inglés le quedó el mejor sabor de boca, la gloria en el paladar. Pidcock hace las paces con la Amstel.