Amainado el viento, el sol resplandeciente calentó la París-Niza. Calor para el fuego. En la Carrera del Sol todo se concentró en Col de la Couillole, un puerto largo, 15,6 kilómetros y tendido, frisando el 7% de desnivel medio, sin descansillos para llenarse de aire. En el nuevo ciclismo, que adora los highlights y las jornadas de mecha corta y muchas explosiones a modo de un blockbuster de superhéroes, nadie mejor que el vendaval Pogacar, con aspecto de ser alado. Un dragón volador el esloveno que siempre tiene hambre. Devorador de hombres.
Inconformista, competitivo hasta el delirio, Pogacar completó otra actuación soberbia para imponer sobre la cima por delante de Gaudu y Vingegaard, que acompañaron al líder hasta el final. Entonces metió el turbo, los hombros cargados hacia el futuro, y sometió al francés, segundo en la general, y al danés, tercero. Pogacar, inaccesible, acumuló otra medalla de oro en su pechera de general. La cruz para los demás. Un clásico moderno.
Acumuló el esloveno, la gran estrella, su victoria 53 (la segunda en la París-Niza) en su caja de caudales, que es el Fort Knox del ciclismo. Pogacar, que es todos los ciclistas en uno, manejó la ascensión a su antojo. Cuando le retó Vingegaard, le respondió de inmediato, como un acto reflejo, y dejó a la intemperie al danés, que insistió en su manual de estilo para reconstruirse tras el episodio duro en la Loge de Gardes, cuando implosionó.
Segunda victoria
El campeón del Tour logró emparejarse al esloveno y a Gaudu, con el rostro decorado con pinturas de guerra. Pretende la revolución el francés. Es parte de su linaje. A ambos les aplacó Pogacar en meta. El esloveno es el jefe de la París-Niza. Lidera la carrera con una docena de segundos sobre Gaudu y con 58 respecto a Vingegaard cuando resta la última jornada. No se le aprecian grietas a la máscara de hierro del esloveno.
La etapa tenía ese aire de unipuerto, aunque hubo dos, en 142 kilómetros, con el guion clásico de fuga que perece en la última subida, cuando los jerarcas imponen su compás en una ascensión de aspecto Tour y postales estupendas dibujadas por la carretera estrecha y la pared rocosa.
Tobias Foss, el sherpa de Vingegaard, dedicó la subida a laminar al grupo de los nobles. Se ahogaban unos y se asfixiaban otros con la tonadilla del campeón del mundo de contrarreloj. Pogacar, gafas de sol y rictus relajado, boca cerrada, se soldó a la sombra de Vingegaard, aún dolorido por la derrota en la Loge des Gardes. Gaudu fotocopió la pose, instalado en la chepa del esloveno.
Lo intenta Vingegaard
Todo transcurría ordenado y con calma una vez amortizada media montaña. Fatigado, se tachó Foss. Vingegaard asomó con cierto orgullo. Salió de una curva de herradura con tensión. Giró el cuello a la derecha y por la izquierda se alumbró Pogacar, siempre centelleante el esloveno, una traca final en sí mismo. La sacudida del esloveno destempló al danés, con una mueca cincelándole la impotencia.
Pogacar tomó vuelo. Vingegaard, a pesar de la aturdimiento inicial, de recibir el electroshock, no se desorientó del todo. Supo sostenerse el danés en pie. No atravesó el límite. Eso le mantuvo cuerdo. Pogacar tomó una renta exigua y el danés, acompañado por Gaudu, se rearmó. Entre los dos esposaron al líder. Tres en raya. Se retaron con la mirada.
Pogacar no perdona
El danés, aún por debajo de Pogacar, no entró en provocaciones. Se ató a la constancia y al ritmo. Gaudu, valiente, no se encogió ante el esloveno. El líder, intimidante, dominó la escena con solvencia y aire de superioridad. Perseguía Vingegaard a un palmo en un ejercicio de resistencia física y mental. Tan cerca y tan lejos. Amor propio como terapia.
Embocaron los tres la llegada. Vingegaard arrancó desde lejos. Era su única opción cuando se trata de jugársela con rivales de más reprís. Pogacar no le concedió ni una pulgada, tampoco a Gaudu, segundo. Explosivo, se detonó en Col de la Couillole para tocar el sol de la París-Niza. Pogacar no es Ícaro. Es el Rey Sol.