Al humo de las velas, acorralada y confundida por la dimensión que adquirió su bravata mitinera sobre la absolución del pelotero Dani Alves de un delito de violación (vio-la-ción), la vicepresidenta primera del Gobierno español, María Jesús Montero, pidió disculpas por su venida arriba. Anoten las palabras exactas del digodiego: "Si de la literalidad de la expresión que utilicé se puede concluir que yo he puesto en cuestión ni más ni menos que la presunción de inocencia, que es un pilar de nuestro Estado de derecho, pues evidentemente la retiro y pido disculpas por esa expresión".
La pobreza de la excusa y la descomunal demora en hacerla pública nos regalan el contexto de la falacia. Montero ni se arrepiente ni se deja de arrepentir de nada. Simplemente, en su nimiedad política, se ha visto desbordada por las reacciones a su artificiosa rajada en un mitin en Granada, una de las ocho provincias de la comunidad que aspira a gobernar, y ahora pide el comodín de haber sido víctima de una interpretación excesivamente literal de su bravata.
Provoca vergüenza ajena que la tardía explicación llegue cuando hasta el que asó la manteca colorá tiene claro que la doña se metió en un charco de imposible salida. Porque pudo haberse quedado en la manifestación del lógico y humanamente comprensible disgusto por una sentencia que chirría por todos sus goznes, pero prefirió jugar a ir más allá que la otra Montero, la exministra de Igualdad, y le arreó un buen tantarantán a la presunción de inocencia.
Sus palabras, de hecho, suponen la formulación de una suerte de presunción de culpabilidad para los acusados de determinados delitos. Y eso es deslizarse por una pendiente muy peligrosa, algo en lo que, por desgracia, parece que la vicepresidenta tiene abundante compañía. Los árboles de la indignación, por honda que sea, no deberían impedirnos ver el bosque de las garantías mínimas que cabe exigirle a un Estado de derecho.