Todas las horas hieren pero la última mata, La antigua sentencia latina, “Vulnerant omnes, ultima necat”, figura inscrita en el precioso reloj de sol de la parroquial de San Vicente, en la villa laburdina de Urruña. También en Sara, en la de San Martín, existe una similar: Oren guziek dute gizona kolpatzen azkenekoak du hobira igortzen, que quiere decir que “todas las horas hieren al hombre, la última lo manda al sepulcro”.
En Sara ejerció de párroco Pedro de Axular, la mayor personalidad de la literatura vasca, y allí se refugió Joxemiel de Barandiaran, huyendo de la persecución de la dictadura franquista. La citada sentencia nos recuerda que el tiempo pasa inexorable y la muerte está al final del camino, aspecto este que los dos grandes de la cultura vasca trataron en muchos de sus trabajos. Axular lo hizo en su famoso Geroko gero (Después de después) y Barandiaran en varios de sus magistrales estudios antropológicos.
USOS Y COSTUMBRES
Precisamente el Aita Barandiaran enseñó (Anuario de Eusko Folklore, 1923) que en el Valle de Baztan era costumbre que las jóvenes casaderas en su ajuar de boda incluyeran un curioso lienzo, Ilamado olzako-oihala, que en su día serviría para cubrir como telón de fondo la pared en la cabecera de la sala donde reposaba el cadáver de su marido o hijo fallecidos.
Usos y modos que han cambiado de forma notable, ahora que se imponen los pulcros tanatorios y abundan las incineraciones, tan distintos a lo que era habitual hasta no más de medio siglo atrás. El hecho biológico de la muerte está profundamente arraigado en la mentalidad popular vasca, se recordarán los negros lienzos que cubrían los escudos de las casas en señal de luto, los brazaletes que cosían los hombres en la manga de su chaqueta, el luto que llevaban madres o viudas al menos por un año hasta que les llegaba el denominado “alivio” o quizás de por vida, los interminables pésames a familiares de la persona difunta tras los funerales, un añadido sufrimiento, y tantas y tantas otras cuestiones.
CEMENTERIOS
El camposanto de Elizondo data de 1948 y recoge numerosas muestras de arte funerario del anterior, incluida la cruz de piedra que figura en su parte central y era la del Camino de Santiago que estuvo en la actual Plaza de los Fueros, por lo que se denominaba Gurutzaldeko Plaza o plaza junto a la cruz.
Al trasladarse el cementerio se originó un serio conflicto ya que el solar que ocupaba el anterior pertenecía al pueblo y así lo reivindicó y defendió el alcalde jurado Juan Eraso Olaetxea, ante el Ayuntamiento que lo negaba. Intervino el poncio, el gobernador civil, Luis Valero Bermejo, macabro personaje y abierto enemigo de la foralidad navarra que, como no podía ser otra y a callar, le dio la razón al Ayuntamiento y amenazó seriamente a Eraso que, antes de soportar un abuso semejante, prefirió abandonar el cargo.
En tiempos aún más lejanos, a los pudientes se les enterraba en el interior de las iglesias o en el atrio, quedan vestigios en el enlosado de Gartzain y en Arizkun, condenados a la desaparición por las inclemencias del tiempo y las pisadas de los vivos, igual que condenada como está (bastaría una copia en yeso) desaparecerá la estela funeraria de la familia Fort, en el camposanto de Elizondo, que tanto sorprendió al capuchino padre Inocencio (en el mundo, Vidal Pérez de Villarreal) que tanto escribió y enseñó de Baztan.
Sobre los antiguos enterramientos, se recuerda el escrito de un corresponsal anónimo en el diario La España del 24 de marzo de 1849, dolido por “la costumbre de enterrar los cadáveres en las iglesias ó sus inmediaciones: los ricos se depositan en la iglesia, y los que carecen del unto mejicano (dinero), van á tomar el fresco á la parte de fuera, sucediendo muy á menudo que los perros.... Excusó hacer comentarios sobre este particular, y me limitaré a decir á Vds. que esto me parece muy poco religioso y ofende la moral pública”. Cosas que por fortuna pasaron al olvido.
TRISTES CAMPANADAS
“Ese vago clamor que rasga el viento/ es la voz funeral de una campana…”, glosó José Zorrilla, autor de Don Juan Tenorio, por el escritor Mariano José de Larra (el de “escribir en España es llorar”), cuyo féretro era introducido en ese momento en su nicho.
Todos los Santos, de obligada visita a los cementerios donde ¡qué solos se quedan los muertos!, según escribió Gustavo Adolfo Bécquer. La muerte del otro se hace irreparable cuando ha sido parte de nuestra vida, un empobrecimiento para siempre de nosotros mismos. Y amén.