En Madrid, muy cerca de la Puerta del Sol, crece en estos días un ‘Bosque de los deseos’. En árboles de plástico, adultos y menores dejan colgado un mensaje que es como una moneda lanzada a un pozo. “Que será será” que cantaba Doris Day en ‘El hombre que sabía demasiado’. No muy lejos de allí, en el estadio que domina la Castellana como un castillo vanguardista, Roberto Torres marcó su primer gol con Osasuna el 1 de junio de 2013. Fue un disparo con la pierna derecha, desde fuera del área, con el sello de la casa, haciendo girar el pie para que el balón trazara una comba y, como los jugadores de billar, encontrara el apoyo de un poste. Luego vinieron otros muchos goles mejores que ese, toques sutiles cargados de efecto que salían de esa palanca que Torres armaba con pie, pierna y tronco hasta retorcerse como un contorsionista de circo. Goles para no bajar y goles para subir. Un total de 60 piefacturó, que no son pocos para un centrocampista. Sospecho que si aquella tarde del primer gol, cuando solo era un meritorio que llevaba un año pidiendo una segunda oportunidad, si entonces le piden escribir un deseo no hubiera imaginado lo que el fútbol le tenía reservado.
Han sido 11 años en los que ha conocido todas las caras del fútbol: momentos de gloria y de decepción, ha sido soldado raso y capitán, aprendiz y maestro, genio y figura. Que llevara el 10 en su etapa de esplendor -lo heredó de un mito como Patxi Puñal- no era un capricho: Torres ha sido nuestro Matthäus, nuestro Baggio, nuestro Platini. Torres era también el mensajero del gol con sus asistencias, que fueron regalos con remitente y destinatario.
En realidad, Torres solo podía jugar de Torres, sin corsés tácticos, huyendo de las estrecheces de la banda, a campo abierto. Por eso, cuando la competencia apretó, a Torres le empezó a faltar el sitio y el aire. Y se le acababa el tiempo. Lo supo cuando asistió a la despedida de su amigo Oier Sanjurjo en El Sadar: el siguiente sería él. Así se lo comunicaron los responsables deportivos del club pocos días después. No debe ser sencillo decirle a un futbolista que (en ese momento) ha vestido 349 veces la camiseta de Osasuna que ha llegado su hora; porque un futbolista nunca ve cercano su adiós si no está lesionado.
Torres ha llevado con profesionalidad este medio año en la sombra; no ha habido un mal gesto, ni una mala palabra. Ha sido el capitán del batallón de retaguardia, sin campo para la batalla. Ahora, definitivamente, se va. Lo hará tras comer las uvas de la suerte y en el primer día de la ‘escalera’. Despedida en la recepción del nuevo año: qué paradoja. Y no será fácil olvidar este 29 de diciembre: nuestro 10 anuncia que nos deja el día que Pelé se hace eterno.