Los pétalos rosas que llovían en la antigua Roma para recibir a los generales después de las grandes conquistas ungieron a Primoz Roglic, campeón del Giro de Italia después de una remontada el día final antes de los festejos. En la ciudad que es la civilización occidental, el epítome de la belleza, la grande, el esloveno trascendió. En la museística Roma, abrumadora su belleza milenaria, indescriptible, reinó Roglic. Corona de laurel la suya, emperador del Giro.
Al rey de Roma le acompañaron en el podio Geraint Thomas, a 14 de segundos, y Joao Almeida, a 1:15. En el esprint final, con el Coliseo al fondo, venció el inopinado Mark Cavendish, que decía adiós a la Corsa rosa el día de la coronación de Roglic. El logro, sobresaliente del esloveno, conviene enmarcarlo más allá del impacto deportivo que agranda su enorme currículo. La victoria del esloveno, conecta, en realidad, con algo más profundo, con la victoria de los vencidos. Las más bellas.
Excelso competidor, la grandeza de Roglic se adentra en los entresijos del ser humano, en un territorio inhóspito que nada tiene que ver con los vatios, los cálculos o los estados de forma. Roglic, además de su inequívoca calidad, venció por su carácter de campeón. Irreductible. Nunca se rinde el esloveno, refractario a las excusas. En Monte Lussari, donde remontó a Thomas para sentarse sobre la gloria del Giro, Roglic tuvo que reponerse una vez más.
Roglic nunca se rinde
El destino le midió de nuevo, cuando se le saltó la cadena. Es su historia. En ese instante se paró el tiempo. Pudo perderlo todo, pero fue capaz de sobreponerse de nuevo. Eso distingue a Roglic sobre el resto. Su capacidad de levantarse a pesar de sufrir derrotas crueles y desgarradoras.
Frente a las heridas de la Grande Boucle, Roglic encontró el alivio y el descanso de la Vuelta. En el Giro halló la paz. Despellejado por Pogacar en la celebérrima contrarreloj a La Planche des Belles Filles, Roglic ha resurgido con tres Vueltas y un Giro. Donde otros se hubieran lamentado, incluso agarrado al discurso del victimismo para convertirse en mártir o en un ciclista atormentado por una derrota inexplicable, Roglic eligió el camino de la superación, alérgico como es a las coartadas.
Cautela de los favoritos
Se repuso del Tour celebrando la Vuelta y rematando el Giro en un escenario que se asemejaba demasiado a la de su derrota más dolorosa. De algún modo, Roglic inició su resurrección en el mismo momento en el que asistió, atónito, con la mirada perdida, sentado en el suelo de la incomprensión, a la pérdida del Tour.
No le va el malditismo. Lo combate trabajando. Optó por el camino difícil; el del esfuerzo y el sacrificio. Por esa senda se impuso en un Giro castigado por la tempestad y el perfil bajo. Cautos y medidos los favoritos, sobre todo testados en las cronos, la última cronoescalada marcó el destino de una carrera que se disparó con el cohete de Evenepoel hasta que el covid retiró al belga vestido de líder.
Quedó la Corsa rosa entre Roglic, Thomas y Almeida después de la segunda crono. Al Giro le sostuvieron los paisajes y las fugas, muchas de ellas exitosas, mientras los candidatos a la victoria continuaban haciendo cuentas. Igualadas las fuerzas, se examinaron en las distancias cortas y lo apostaron todo a la tercera semana, donde irrumpió la gran montaña tras episodios como el del Gran Sasso, que desecharon los nobles. Los jerarcas de la carrera apenas se expusieron.
La decisiva última semana
Los Dolomitas ejercieron su autoridad. La mesa de autopsias del Giro en tres actos: Monte Bondone, Tre Cime di Lavaredo y Monte Lussari. En esos escenarios se desenmascaró el Giro. En la ascensión a Monte Bondone se resquebrajó Roglic, que cedió ante la determinación de Almeida y la consistencia de Thomas. Al esloveno le rescató de una pérdida mayor Sepp Kuss, su ángel de la guarda. Concedió 25 segundos y la sensación de que no era el mejor Roglic.
El resto de exámenes por las terrazas de Italia determinarían si el rendimiento del esloveno se debía a un mal día o era una dinámica. Asomaron las Tre Cime di Lavaredo a modo de epítome de los colosos. En el tappone, Almeida se desgajó después de la ofensiva de Roglic.
Se emparejaron Thomas, el líder, y el esloveno en el vis a vis. Esa escena, de algún modo, concentró la esencia de Roglic. Thomas se lo quitó de encima a falta de 400 metros para la cumbre. Parecía que el esloveno sumaría otro mal día. Entonces se rehabilitó. Salió de las profundidades y tiró para arriba. Rebasó a Thomas. Le sisó 3 segundos. No era demasiado, pero era la evidencia de que Roglic competiría cada palmo del Giro. Un golpe moral.
La gran remontada
Al último capítulo de la trama, a la cronoescalada a Monte Lussari, Roglic llegó con 26 segundos de desventaja respecto a Thomas. La suerte estaba echada (alea jacta est). El destino quiso probar una vez al esloveno y comprobar el material del que está hecho. Roglic, el irreductible, superó la prueba no sin suspense.
No se entiende de otro modo el camino de Roglic, su peripecia vital. El campeón que nunca cede. Siempre se levanta una vez más. Cuando se le salió la cadena, quiso el azar que un excompañero suyo de la selección eslovena de saltos de esquí le ayudara en su empeño. Le empujó hacia el cielo. Roglic, desatado, rabioso, furioso, pedaleó adrenalítico. Gritó, liberado. Bramó su triunfo. El esloveno era el nuevo emperador del Giro. Roglic cruza el Rubicón.