SE dice que no hay mejor defensa que un buen ataque. Sin duda, es una de las máximas de Pedro Sánchez, como acredita su trayectoria. Y ayer volvió a ocurrir. Cuando el titular previsto para las próximas horas era el que daba cuenta de su acogimiento al derecho a no declarar ante el juez Peinado, los teletipos corrieron a cambiar el guion para situar en la primera plana del blablablá la presentación por parte de Sánchez de una querella por prevaricación contra el instructor del caso que afecta a su esposa.
Nada menos que 34 páginas de por tanto en cuantos puestos en fila por la Abogacía General del Estado para argumentar que el juez actúa sin ton ni son y por intereses espurios. Unas acusaciones que, como poco, compiten en gravedad con las que el togado atribuye a Begoña Gómez.
Más allá de que tan contundente y poco habitual actuación judicial prospere, el primer objetivo, el comunicativo, está cumplido. Ahora la iniciativa cambia de bando. Los perseguidos pasan a ser perseguidores.
Sin declaración
Ojo, que eso también es una baza para los rivales políticos, que tardaron un minuto en acusar al querellante de montar un auto de fe al magistrado que le está causando incomodidades personales y políticas. Valiéndose, además, de un instrumento como la Abogacía del Estado, que se supone que no está para atender cuitas particulares.
El resumen es que sigue el espectáculo y que los episodios, a cada cual más lisérgico, se suceden sin solución de continuidad. El inmediatamente anterior al anuncio de la querella fue la negativa de Sánchez a satisfacer los tórridos deseos del juez Peinado de tomarle declaración en su residencia oficial.
El pertinaz instructor llegó a Moncloa a las 10.30 y fichó la salida dos horas después. De esos 120 minutos, solo consiguió compartir dos con su escurridizo interrogado, justo los que tardó el presidente del Gobierno en confirmar que está casado con Begoña Gómez y que se acogía al derecho a no declarar contra su cónyuge.
¿Por dónde avanzará ahora la trama? Si yo fuera Sánchez, me pondría en lo peor. Los impulsores de la denuncia, sus abogados y el propio juez ahora querellado y, por tanto, más cabreado, ya han acreditado que no hay nada que los pueda detener. Ni siquiera la legislación vigente.