Resumen de lo publicado Irati y Ernst son activistas ambientales en una organización transnacional. Han llegado a Pamplona para iniciar una serie de impactantes acciones que muevan a los gobiernos a tomarse en serio la urgencia por salvar la Tierra. Van a “incautar” pinturas de autores famosos en diversos museos y a sustituirlas por fotografías de paisajes devastados. La primera acción será en el Museo de Navarra, aprovechando la resonancia internacional de los sanfermines, donde se harán con el Retrato del Marqués de San Adrián de Goya. Lo tienen todo muy bien planeado para llevarse el cuadro antes del primer encierro. No te pierdas el relato anterior.
—No deberías haberte puesto esos vaqueros ―dijo Ernst, mirando a su compañera, preocupado. No conseguía que se le pasaran los nervios ―Ahora la guiri pareces tú.
—Con todo lo que venís a San Fermín los australianos y todavía no sabes que la ropa de fiestas amarillea y se encoje de un año para otro ―—rio Irati, recordando cuando le conoció hacía cinco años, bailando en La Jarana—. No te preocupes, que un día como hoy nadie va a fijarse en nosotros.
Habían decidido lanzarse a la calle. En el Hotel Maisonnave hubiera resultado sospechoso que dos turistas se quedaran confinados durante el primer txupinazo postpandemia. Además, Irati no se sentía cómoda en la habitación con él. Hacía mucho que lo suyo había terminado y ahora ya solo les unía aquella acción organizada por Greenfreedom, la escisión de Greenpeace que había apostado por actuaciones más mediáticas para llamar la atención de la opinión pública. Y estaba claro que robar el cuadro de Goya, mientras periodistas de todo el mundo recorrían Pamplona para cubrir las fiestas, haría que su mensaje tuviera repercusión internacional. A la mierda los mejores sanfermines de la historia, los Lo viviremos, el cartel con el Todo completo en los hoteles. Si el mundo no había entendido que, durante la pandemia, la naturaleza se había empezado a recuperar pero, con la normalidad, se había regresado al mismo modelo destructivo, al menos aquel robo pondría el debate de nuevo en el punto de mira.
—Tampoco creo que deambular camino de la plaza del Ayuntamiento un puto seis de julio al mediodía sea la mejor de las ideas… Irati le miró, riéndose. Ese hombre no tenía mentalidad criminal y tampoco sabía divertirse.
—Lo importante es pasar desapercibidos hasta que anochezca, así que no te agobies y déjate llevar.
—Pero, si los municipales nos hacen abrir las bolsas…
El portaplanos lo llevaba Irati a la espalda, con la sobrecogedora imagen del desierto humeante y el sobre con el manifiesto. Ernst cargaba una gran mochila de montaña, nada discreta, con la cuerda de cincuenta metros, las capas rojas bordadas y las mitras. No era algo que pasara desapercibido si se la revisaban. Aunque lo cierto era que aún no habían hecho nada. No tendrían de qué acusarles. Pero tampoco querían perder aquella oportunidad.
Frente a ellos, en el cruce de la calle Nueva con la plaza del Ayuntamiento, una larga fila de municipales, vestidos con sus uniformes azules, controlaban los bultos de los incautos que pretendían entrar en la plaza. Había sido una equivocación no encaminarse hacia la plaza de San Francisco que estaba más tranquila y menos vigilada.
—Mézclate con ese grupo de australianos ―—ordenó Irati—. No querrán dejar abandonado a uno de sus paisanos.
—Pero… ¿y si tú y yo nos perdemos? La chica sentía el miedo en la voz de su compañero, así que le pidió la botella calentorra de cava al más alto de aquellos armarios roperos directamente llegados de Sídney. Ernst dio un largo trago mientras otro de los chicos, el que parecía más borracho, agitaba otra botella para regar a toda la calle. Olía a humanidad, aunque, con la camiseta y el pelo mojado, no se distinguían de cualquier otra pareja de turistas.
Uno de los policías confiscó una botella de pacharán al grupo. Los amigos australianos empezaron a gritar y a quejarse.
—Está prohibido meter vidrio a la plaza—informó el municipal, tajante.
El grupo se miró, y decidieron quedarse tras el cordón policial con su elixir rosado, dando saltos e hidratándose también con sangría de aquel calor infernal. Ernst dio otro trago. Notaba como sus nervios se empezaban a templar. También Irati bailaba y bebía en medio de aquel inmenso rugido, contagiada por el ambiente y zarandeada por la marabunta que les llevaba de un lado para otro, como si fuese un mar embravecido, a pesar de estar al borde de la plaza.
—Pamplonesas, pamploneses… ¡Viva San Fermín! —Irati no conseguía recordar quién tiraba el txupinazo—. Gora San Fermín!
¡Ah, sí, Juan Carlos Unzué! Era bueno dando discursos. Tal vez quisiera opinar sobre el cambio climático cuando se descubriera el manifiesto…
Se soltó el pañuelo que llevaba atado a la muñeca y se lo puso al cuello. Le gustaba ver a Ernst sonriendo de nuevo. Los dos aceptaron un trago de pacharán. Empezaban a sentir aquel calorcillo por dentro. La Pamplonesa salió a la plaza a tocar La Biribilketa, la primera pieza de los sanfermines.
—Irati… mis paisanos dicen que vayamos con ellos a Casa Paco a comer. Y la verdad es que tampoco tenemos tanta prisa…
Le gustaba ver que se había relajado y, además, era cierto. Hasta las diez de la noche, no podían intentar conquistar el Museo de Navarra. Y tenían hambre. Casi no habían desayunado, repasando los detalles del plan y, seguramente por eso, el alcohol les había provocado aquella sensación de ligereza.
Se fueron con los bultos a la espalda. Era un lujo tener una mesa reservada el seis de julio en la calle Lindachiquía. Aquellos compatriotas eran gente previsora… Pidieron ajoarriero. Y magras con tomate. Y una, dos, tres, cuatro botellas de vino. También brindaron con cava, pero, en esta ocasión, del que sí se podía beber.
Después recorrieron los bares de San Nicolás y perdieron a los australianos bailando en la verbena de la plaza del Castillo. Para ese momento ya estaban cansados, sudorosos y felices.
—Deberíamos mirar si la fotografía no se ha mojado…
—¿No te parece que llamaríamos un poco la atención si abrimos el portaplanos y las mitras encima de un banco de la plaza?
Los dos se rieron, nerviosos. Pensaban que nunca iban a volver a divertirse juntos, pero aquella víspera de San Fermín estaba siendo inmensa. La mejor que recordaban.
—Falta casi una hora para que podamos colarnos en el museo —dijo Ernst, metiendo su dedo por el nudo del pañuelo de Irati. De repente, se sentía joven de nuevo—. ¿Qué te parece si nos tomamos la última? Los dos solos. Para brindar por los viejos tiempos.
Entonces, Irati no pudo evitarlo.
Y le besó.
Hoy escribe... Idoia Saralegui. Pamplona, 1971. Directora de Convivencia Intercultural y Lucha contra el Racismo del Gobierno de Navarra y escritora romántica. Entre sus últimas obras, El efecto Libélula, Una vampira con brackets o El laberinto de Celia.