EL resultado del cónclave que concluyó el pasado 19 de diciembre con el Tribunal Constitucional paralizando un debate parlamentario en las Cortes Generales se veía venir. Desde que con el llamado caso Atutxa el Tribunal Supremo –actuando sin base jurídica alguna– tratase de disolver un grupo parlamentario, hasta la insólita interferencia a la que hemos asistido esta semana, órganos judiciales y Tribunal Constitucional han interferido progresivamente en la organización, la vida interna y las actividades del poder legislativo, ignorando de manera palmaria las prerrogativas parlamentarias. Estas son básicas para que exista una división de poderes digna de tal nombre. Hoy oímos lamentos de quienes, con toda razón, consideran esta deriva la expresión de una grave crisis institucional. Pero hay que recordar que tanto el programa político como la caja de herramientas que nos ha traído hasta aquí han funcionado en concurso ideal con loas y aclamaciones de lo que en algún momento se autodenominó “constitucionalismo”.
El programa político lo resume perfectamente el “¡A por ellos!” con el que los hooligans de unos conceptos sobre soberanía, identidad nacional y diversidad del siglo XIX alentaron a las fuerzas de seguridad que aporrearon pacíficos ciudadanos el 1-O. En esa clave redactaba su instrucción el inefable Pablo Llarena cuando presentó procesos netamente políticos y masivamente apoyados por la ciudadanía como actos criminales. Ese aliento animaba también la sentencia del procés. Su ponente fue señalado por el Partido Popular para “manejar la sala del procés por la puerta de atrás”.
La aclamación del “¡A por ellos!” hizo en su día correr ríos de tinta, llenó horas de radio y televisión, y certificó –como sospechábamos muchos de los que sentimos otra identidad y aspiramos pacífica y democráticamente a su reconocimiento– que los autodenominados “constitucionalistas” antes que demócratas eran nacionalistas españoles. No se entiende de otro modo que, de manera unánime, tanto quienes hoy se alegran como quienes se quejan por la actuación del Tribunal de Garantías normalizasen, aplaudiesen, justificasen y celebrasen auténticos atropellos contra el orden jurídico, la inviolabilidad parlamentaria y la división de poderes cuando los afectados éramos “otros”, agrupados en aquel “ellos”.
La caja de herramientas del “¡A por ellos!” empezó a construirse cuando un ejemplar exponente de la dependencia judicial, el entonces presidente del Tribunal Supremo, José Francisco Hernando Santiago, ordenó disolver el grupo parlamentario de Euskal Herritarrok, al amparo del debate de la llamada Ley de Partidos y la doctrina del Todo es ETA que inventó el juez Baltasar Garzón. Este magistrado había intentado hacer lo mismo años antes, pero se topó con un inequívoco informe del entonces fiscal general del Estado que le recordó que partidos políticos y grupos parlamentarios, de acuerdo con la doctrina constitucional, no eran lo mismo. Este ciudadano es el mismo que posteriormente denunció a tres miembros de la Mesa del Parlamento Vasco por un presunto delito de desobediencia por seguir al pie de la letra el contenido de aquel informe. De nada sirvieron los detallados dictámenes de los servicios jurídicos del Parlamento Vasco, que reiteraban esta evidencia y el hecho de que los diputados afectados por la medida podían ser inhabilitados si se les hallaba culpables de algún delito que mereciese tal condena. Varios expertos en Derecho Constitucional avalaron estas tesis. A mayor abundamiento, se intentó promover una reforma reglamentaria que fue rechazada por amplísima mayoría en una votación parlamentaria. El entonces delegado del Gobierno en Euskadi, Enrique Villar, otro campechano, concluyó que estas pejigueras jurídicas eran fruto del carácter filoetarra del letrado mayor del Parlamento Vasco.
La medida era además absurda para satisfacer el fin que presuntamente perseguía –“acallar la voz de ETA en el Parlamento Vasco”–, pues los diputados afectados seguían siéndolo y trabajando e interviniendo en la Cámara. Así que pronto quedó al descubierto que el ámbito de aplicación de aquel “¡A por ellos!” era, en realidad, muy otro.
En efecto, el Plan Ibarretxe planteaba al Estado un reto democrático con dos peligrosas derivadas. Caminaba al abrigo de la ley y en el marco institucional, pero obligaba a revisar dogmas y conceptos políticos más acordes con el federalismo que impulsa la Unión Europea en el siglo XXI que con los esquemas decimonónicos sobre identidad y soberanía en los que se basa la “indisoluble unidad” de España. Estos problemas encauzados por la ley no se solucionan solo con la ley: hay que zanjarlos con reconocimiento, diálogo, negociación e, idealmente, con acuerdos y una sanción ciudadana de los mismos. Y esa opción fue inmediatamente descartada.
De modo que empezaron por invadir las facultades de autoorganización del Parlamento Vasco y han acabado por condicionar la actividad legislativa de las Cortes gracias a una maraña de reformas y atropellos que empezaron en Euskadi y Catalunya. Si en aquel momento no hicimos sino cumplir con nuestra responsabilidad institucional y dignidad personal al oponernos a la ilegalidad con que se inició esta deriva; hoy, con más razón que entonces, volvería a hacer lo mismo.
Quienes encabezamos entonces la defensa de la división de poderes y la inviolabilidad parlamentaria acabamos condenados por desobediencia. El Tribunal Superior de Justicia del País Vasco nos absolvió en dos ocasiones. En la primera se reiteraba que estábamos ante un caso de libro de inviolabilidad parlamentaria; en la segunda se consideró imposible adjudicarnos las notas que objetivan penalmente la desobediencia. El Tribunal Supremo intervino dos veces para corregir aquellas dos decisiones, adjudicarse la resolución del asunto y darse a sí mismo la razón. Para procesarnos tuvieron que anular una doctrina con la que habían evitado hacer lo propio con un poderoso banquero, Emilio Botín. Los encausados nos enteramos de la condena por el Telediario apenas tres horas después de concluida la vista oral. Esta celeridad contrasta con los casi dos años que se tomó el firmante de la sentencia para asumir la condena que recibió en Estrasburgo por vulnerar nuestro derecho a la defensa. Pero el Tribunal Constitucional también rayó a gran altura. Mientras la mayoría apoyaba la ponencia que redactó el magistrado Pérez Tremps –que amparaba nuestra posición–, diversas argucias y circunstancias –entre ellas la larga enfermedad de un miembro del tribunal– permitieron congelar la decisión. Recuperada la mayoría conservadora, Enrique López, portavoz del CGPJ que presidía el firmante de los autos que originaban el proceso, fue el encargado de rehacer la ponencia sobre el caso Atutxa. Así se nos negó en Madrid el amparo que sí obtuvimos en Estrasburgo.
Consumada aquella primera fechoría sin grandes daños, las restantes han sido coser y cantar. Dos reformas de la ley del Tribunal Constitucional recuperaron el recurso previo para la reforma de Estatutos de Autonomía y le dieron atribuciones para hacer cumplir sus propias resoluciones. Con semejante misil en la mano y alentados por el “¡A por ellos!” comenzaron a decidir sobre órdenes del día, convocatorias de plenos, admisiones a trámite de iniciativas y hasta resoluciones parlamentarias que, hasta entonces, habían sido meras expresiones de opinión sin valor jurídico. La razonada oposición a semejantes desafueros en Euskadi y Catalunya ha producido procesamientos por desobediencia, generado anulaciones preventivas de decisiones no adoptadas y convertido la producción doctrinal que avala la mayoría conservadora del Tribunal Constitucional en auténtica basura jurídica, a juicio de muchos expertos. La aceptación de arbitrariedades de esta dimensión por la presidencia del Congreso mantiene alterada la composición de las Cortes gracias a la decisión que costó el escaño a Alberto Rodríguez, diputado de Unidas Podemos.
Mantener engrasada y al servicio de la causa esta siniestra maquinaria es la única razón que anima a los hoy moderados populares a no renovar los órganos constitucionales. Con ese aval, el actual presidente del Tribunal Constitucional y los magistrados con mandato caducado, afectados por la decisión que iban a tomar, votaron sin rubor esta semana a favor de sus intereses y aceptaron unas medidas cautelarísimas sin que hubiese ni lesión de derechos, ni daño irreparable que las justificaran.
En el funeral que hoy algunos ofician por la división de poderes sobran plañideras. Normalizar la aberración que estamos viviendo es una paletada más sobre el ataúd de la democracia liberal. Un entierro al que a populistas, ultras de variado signo y demagogos se suman, desde hace tiempo, destacadísimas togas. Se veía venir.