El barrio de La Magdalena es uno de los más emblemáticos de Pamplona debido a su localización y sus huertas. Igual de emblemática es su gente, vecinos como Víctor Marturet que forman parte de la historia de este barrio. El padre de Víctor llegó desde Gesalatz y su madre de Burlada y, tras casarse, se establecieron en la Magdalena. De pequeño vivía junto a sus cuatro hermanos en la misma casa donde él vive ahora. Sentado en la mesa del salón cuenta que “antes todo esto de abajo eran corrales. Teníamos gallinas, cerdos, de todo”.
A pesar de lo característico del barrio y de la huerta tan grande que tiene en su casa, él nunca se ha dedicado a la agricultura. “No me gusta ni la jardinería, ni la huerta. No le he dado nunca a la azada, aunque alguna vez mi padre me enganchaba”, explica. El que ha gestionado y cuidado la huerta siempre ha sido su hermano y, claro, “ahora está que le duelen todas las articulaciones del cuerpo”. “La huerta es muy sacrificada”, explica.
Durante su infancia a él le gustaba jugar en la calle con los chavales del barrio. “Jugábamos al fútbol o a lo que fuese, nos pegábamos la vida en la calle”, cuenta. Antes vivíamos muchos más y “siempre ha sido un barrio estrafalario”. “Al estar las casas tan separadas, nunca ha sido un barrio muy cohesionado”, cuenta. Además no se hablaba, “había temas de la guerra o del país que daba miedo hablar. Escuchábamos la radio pirenaica a la noche a escondidas”, recuerda. Cuando él era pequeño, casi ni se acuerda dice, se hacían fiestas al otro lado del puente con orquestas, pero se fue perdiendo.
Los niños jugaban y los padres se reunían en los bares, “pero no éramos una piña”. Aquel en el que se reunían los agricultores tras la jornada era la Taberna de las Moscas y la regentó su padre durante muchos años. Quizá de ahí le viene a Víctor la vena hostelera.
Toda su vida se ha dedicado a ella y ha sido dueño de algunos bares en la Txantrea e incluso en Oteiza de la Solana, donde vivió durante 18 años. Al pasar de la capital a un pueblo pequeño como aquel, algunos le preguntaban si no se le hacía difícil. Y él contestaba que “ningún problema, yo me aclimato a todo”.
De los 10 a los 15 años estuvo en Zaragoza en el Colegio San Juan de Dios. Una experiencia “horrible” que le hizo abandonar cuando entró al Noviciado en Pamplona, aunque fue “un gran disgusto” para sus padres.
Con solo 17 años abandonó el país y se fue a Bélgica a trabajar en un camping. “Vi el anuncio en el periódico y no lo pensé. Entonces solo pensabas en escapar de aquí”, cuenta. Se fue con otros cuatro chavales y un “jicho holandés de dos metros que no hablaba español”. Estuvo todo el verano en el camping y cuando terminó no quería volver a este “país oscuro”. Así que junto a tres amigos se fueron a Ámsterdam. Allí encontró trabajo en un ferry pero antes de embarcar pudo disfrutar del país. “Era un mundo diferente, eso era libertad”, cuenta.
Durante 8 meses estuvo trabajando en el barco en una ruta entre Países Bajos, Inglaterra y Suecia. Al volver pudo ayudar a su familia económicamente y seguir sacándola adelante.
Tras muchas aventuras ahora toca disfrutar de la tranquilidad y la buena vida de La Magdalena pero eso sí, libre. l