Traquetea el Tour de Francia, las bicis botonas, la adrenalina repartiéndose por el cuerpo, la tensión en cada fibra muscular. La Grande Boucle se arma el viernes desde Copenhague, pero de algún modo el imán son los adoquines de Aranberg, los tramos de pavé que tanto asustan, que erizan los pelos y provocan inquietud. La primera semana de la carrera francesa, la de los nervios a flor de piel, la de la voracidad, la de la velocidad desaforada, la de las alforjas repletas de fuerza, la de la sensación de que uno es invencible, que puede competir en cada recodo, cobra aún mayor altura en la presente edición. Los puntos cardinales del Tour surgen desde el primer día de competición. Amanece el hexágono fuera de sus fronteras, en Copenhague.
En la capital danesa se dispara el reloj del Tour. La crono servirá para estratificar la pléyade de estrellas que desean conquistar la Francia ciclista. El recorrido, de 13 kilómetros, situará a todos los opositores al triunfo. Se ordenará el Tour desde su alumbramiento. El trazado no debería causar estragos, pero siempre sale alguien perjudicado de las cronos. Los aspirantes deberán rendir desde que ponen el pie sobre los pedales y toman asiento en el sillín.
Más allá de la lucha de los especialista puros que busquen el Santo Grial del primer maillot amarillo, quien quiera hacerse con el Tour deberá mostrar sus credenciales desde el arranque. Nadie espera a nadie. Menos aún en la carrera más grande del mundo, que arranca con el ansia de aquellos colonos que esprintaban con carretas y caballos desbocados en la conquista del oeste. En Copenhague se marcará la tendencia del Tour. No conviene despistarse.
Después de las tres primeras jornadas en suelo danés, la caravana de la Grande Boucle se trasladará a Francia uniendo Dunkerque y Calais. Escenarios bélicos. La antesala al quinto día de competición, probablemente el más temido por el pelotón. El Tour entrará en el infierno. Cavará una trinchera en las piedras de la París-Roubaix. Esperan los colmillos de once tramos de pavé que totalizan 19,4 km. Los adoquines recibirán el Tour a pedradas. Rodar sobre las piedras suponen una invitación a la incertidumbre y al descontrol. El caos. Froome perdió el Tour de 2014 en los adoquines, que se aliaron con Nibali.
Los favoritos son conscientes de que las leyes del pavé rigen sobre ellos, que de algún modo son víctimas de sus caprichos. Es la etapa que invita a la supervivencia en una huida hacia delante. Los ciclistas a expensas de lo que determine el destino, el azar y la cábala. Una pesadilla para todos, pero principalmente para los que se juegan la carrera. Si la meteorología es adversa, camino de Arenberg la luz de más de uno se puede apagar para lo que resta de Tour. Es una de las jornadas más decisivas sobre el papel. En las piedras se tallarán los nombres de los primeros descartes.
Apenas un par de días después, llega el séptimo día de competición. Otra jornada con personalidad propia. La primera llegada en alto. La Planche des Belles Filles, el lugar de la explosión meteórica de Pogacar y de la implosión de Roglic, derrotado en la crono de cierre del Tour de 2020, comenzará el baile por las montañas. La subida debería cribar aún más la carrera. Aguardan 7 kilómetros al 8,5% de desnivel. Es un puerto duro y en el que la carrera se irá detallando. Examinará a los mejores en la montaña después de medirse en una crono y en el siempre inclemente pavé. Otra jornada para saber quién se queda fuera de foco del Tour. Tampoco es de extrañar que se asista al primer golpe en la mandíbula de la carrera. El contacto con la montaña suele dejar derrotados y vencedores. La Grande Boucle debería trazar las líneas maestras.
En el meridiano del Tour, llega una etapa en las alturas por el skyline de la carrera francesa. Aguardan los colosos. El Telegraph y el Galibier (2.642 metros) esculpen una etapa alpina de altos vuelos. El final se sitúa en la cima del Col du Granon, a 2.413 metros de altitud. 10 kilómetros a una media de 9%. Además de la dureza de los gigantes, sumará la altitud. Por encima de los 2.000 metros comienza a escasear el oxígeno. Una dificultad añadida. Se antoja una de los días clave de la carrera.
Alpe d’huez y Hautacam
Una jornada después, se encarará un recorrido de 166 kilómetros que enlaza con los mitos. Se subirá el Galibier nuevamente, la Croix de Fer y se terminará en las 21 curvas de Alpe d’Huez. La montaña de los holandeses rematará una de las grandes citas de la carrera con una ascensión final de 13,9 kilómetros al 7,9%. Parece seguro que para entonces el Tour se dispute entre un puñado de elegidos, en petit comité.
En los Pirineos, con la fatiga acumulada, sobresale el final de Hautacam, una etapa que cose la memoria con el imperial Miguel Indurain de 1994. Será la última jornada montañosa del Tour. Aunque corta, apenas 143, 5 kilómetros, en su segunda parte concentrará mucha dureza. Se vinculará el asalto al Aubisque, (16,4 km al 7,1%), el Coll de Spandelles (10,3 km a 8,3%) y el remate en la cima de Hautacam, (13,6 km al 7,8%). Será la opción final para los escaladores puros.
El cierre de la carrera francesa, a la espera de los fastos y del confeti de la ceremonia de coronación de los Campos Elíseos de París, se completará con una contrarreloj larga, de 41 kilómetros. El examen definitivo. No será precisamente un recorrido cómodo tras tanto cansancio. Puede ocurrir cualquier cosa y no es descartable un vuelco en la general. El ocaso no es precisamente una caricia. Más bien se trata de un final hosco, de mirada torva. Aguarda una repecho de 1,5 kilómetros de ascensión al 7,8% de desnivel para alcanzar la gloria en Rocamadaour y degustarla al día siguiente con champán en el trono de París. – NTM