Sobre la visita de Xi Jinping a Moscú caben muy diversas lecturas, cuyo acierto sólo podremos ir conociendo con el tiempo, según la información y los hechos vayan aportando alguna luz.
El conocimiento de los contenidos de la visita de un autócrata que no permite libertad de prensa en su país a otro autócrata que tampoco la tolera en el suyo inevitablemente es muy limitado, más allá de la interpretación que podamos hacer del contexto y de algunos detalles que sus protagonistas hayan querido que trasciendan. La historia tendrá que hacer en el futuro su trabajo basándose en los hechos, en caso de que haya sociedades en las que dicha tarea pueda desarrollarse en libertad y diferenciada de la creación de propaganda oficial. Es eso en el fondo lo que nos jugamos en la disputa de modelos que vivimos.
China ha querido mostrar cierto apoyo a Rusia, pero con la boca pequeña, con alguna de cal y alguna de arena. No le interesa una Rusia derrotada, pero tampoco parece querer ensuciarse. No desea alargar el drama, pero tampoco le corre prisa dado que, conforme Rusia más se desangra, más se debe malbaratar a su servicio. A este ritmo, Rusia más que un aliado será un satélite dependiente que le hace el trabajo sucio. No resulta mal negocio.
En el mundo no occidental la guerra de Ucrania se ve como un problema europeo que no da frío ni calor. China se presenta allí como una potencia que se interesa por otros problemas mientras amplía su ámbito de influencia. En occidente volvemos la vista a China como el único agente capaz de frenar el desastre haciendo entrar en razón a Putin.
Disfruta por tanto de un momento diplomático muy dulce mientras observa cómo su aliado se consume en la pira de sus errores y sus crímenes. No creo que China termine apoyando la ganancia territorial rusa en su integridad, pero tampoco permitirá que pierda mucho.
Unas buenas tablas entre agresor y agredido, aquí no ha pasado nada, los crímenes se olvidan, el discurso de los derechos humanos se abandona, las víctimas se resignan, el poder al interior de cada país se respeta independientemente de su naturaleza democrática o asesina, y todos a comprar productos chinos fabricados con energía rusa a precio de saldo, sería su propuesta.
Cuando en las escaleras del palacio los dos mandatarios se despiden, Xi Jinping dice: “ahora hay un cambio que no se había producido en 100 años. Y estamos impulsando juntos ese cambio”. Sería bueno entender a qué cambio se refiere. La alianza ruso-china del año pasado –actualizada ahora con la Iniciativa de Civilización Global– presenta un modelo de relaciones internacionales en las que ningún agente –ni la ONU, ni la opinión pública– pueda interesarse por la democracia y los derechos humanos en cada país. Estos dos conceptos –democracia y derechos humanos– pasan a significar lo que cada gobierno decida que deben significar en su país.
En este contexto se produce la invitación de Xi Jinping a Pedro Sánchez. Más allá de “reafirmar nuestras relaciones bilaterales y afianzar la cooperación entre Europa y China ante retos globales”, lo cual es muy importante, el objetivo es Ucrania.
Pedro Sánchez debería aprovechar la oportunidad sin que el escenario le deslumbre, como le pasó a Aznar en cuanto Bush le hizo un poco de casito y le dejó colocar las botas sobre la mesa. De momento Sánchez parece firme. El hecho de que en breve comience la Presidencia española del Consejo de la UE le da mayor peso, pero también limita su margen de maniobra. “Aprovecharemos para conocer con más detalle la propuesta china –ha declarado Sánchez– pero sin olvidar que cualquier solución debe contar con el apoyo de Ucrania y respetar la carta de la Naciones Unidas”.
Esta referencia parece obvia, rutinaria y protocolaria. Observe usted la cantidad de actores que están proponiendo en nuestro entorno una paz sin Ucrania y sin la Carta de la ONU, y descubrirá que esos mínimos tan aparentemente obvios e irrenunciables se han convertido en el centro de lo que discutimos.