El invierno equivale a salir poco de casa cuando llega la oscuridad, solo para lo imprescindible, y recogerse al calor del hogar: Pero hay personas que no tienen un techo en el que resguardarse y padecen en sus carnes las inclemencias de las heladas que se han registrado en Gasteiz en los últimos días, con temperaturas bajo cero. Cruz Roja cuenta con un equipo de 35 voluntarios que diariamente les atienden, les proporcionan alimentos y enseres básicos, así como un momento de calidez en forma de escucha y conversación.
“Somos un apoyo a los servicios que ya da el Ayuntamiento. A pesar de que hay recursos municipales, hay personas que deciden seguir viviendo en la calle porque no quieren ningún tipo de disciplina u horarios. Gente que va y viene, de mucha rotación, y que atendemos en coordinación con el Ayuntamiento. Les damos una primera atención, sobre todo calor humano y escucha, y les informamos de los servicios a los que pueden acudir”, explica el director de Inclusión Social y Empleo de Cruz Roja Álava, Txomin Ondarre.
Avituallamiento
Son las 20.30 y en la sede del organismo humanitario Carla Cedeño se afana por preparar el avituallamiento que sus compañeros repartirán a las personas sin hogar ya entrada la noche. Pan de sándwich, magdalenas, galletas, latas de atún, zumos y bebidas calientes como caldo, café y leche, “imprescindibles con el frío que hace”, son algunos de los alimentos que va apilando a diferentes niveles en un carro, junto con los kits básicos de higiene, la ropa interior, mantas y sacos de dormir. Preocupada porque la comida “llegue caliente”, cuenta que se le da bien “organizar las cosas”. Más reacia es por el momento a salir a la calle, ya que “hay que saber tratar con este tipo de personas”.
Ondarre lo secunda. “Son situaciones muy duras y tienes que estar seguro. Hay que tener cuidado con implicarse, no generar falsas expectativas y saber gestionar muy bien las emociones para garantizar que el servicio funcione”.
Salida
El turno de salida arranca a las 22.00 horas y minutos antes aparecen Manu Carretero y Álvaro Langarika para cargar la furgoneta y establecer su ruta. Antes de salir, acogen a una persona a quien le han robado la mochila con lo poco que tenía. Le atienden dándole la cena, un saco de dormir y algo de ropa de abrigo. “Tienes el ojo muy mal, ¿qué te ha pasado? Deberías ir al médico”, le aconseja Carretero. No hay tiempo que perder y, de camino a la estación de Renfe, aclaran que no hay un perfil tipo de sintecho, más allá de que “la mayoría son hombres” y de que “las mujeres” existentes “tienen un riesgo añadido por lo que intentan no estar solas”.
“Hay personas para las que su modo de vida es vivir en la calle, fluctúan y se mueven por fechas; recién llegados que no conocen nada de Vitoria; y gente que pasa por malas épocas porque les han echado de sus casas o con problemas de drogas”, indica Langarika. Preguntados por si hay personas con problemas de salud mental, tienen claro que “bien no está ninguno”, aunque dudan si esos problemas “vienen devenidos por su situación actual o ya venían de antes”.
Frío helador
El termómetro registra 0 grados, pero la sensación térmica es de -3. No hay ni rastro de las personas que normalmente se cobijan en los soportales, junto a la estación de tren. Tampoco de los “habituales” de la plaza Santa Bárbara, Iradier Arena y Desamparadas. “Hoy es un día muy duro. Hace muchísimo frío. Espero que hayan encontrado un sitio a cubierto para pasar la noche”, desea Carretero. Aunque no haya gente, los voluntarios apuntan las ubicaciones en las que acumulan sus pertenencias, ya que son “pistas para saber que están aquí”. Improvisados campamentos móviles en los que acumulan bolsas, telas, plásticos, ropa, colchones, mantas y enseres. Lo que para mucha gente es tan solo basura, para ellos, los sintecho, es todo lo que tienen, todas sus pertenencias.
En la zona cubierta del parking de Arana solo encuentran los rastros de quien vive allí. Una zona escondida de las miradas públicas en la que una alfombra intenta hacer más acogedor el espacio sobre el que se aposenta un mugriento colchón. En su cabecero, “un gilipollas” ha escrito con espray Pobre de mierda. “Aporofobia”, manifiesta Manu, negando con la cabeza. “La gente en la calle pasa mucho miedo. Duermen con un ojo abierto. Cualquier ruido o alboroto les sobresalta y asusta. Tú, ponte en su lugar”, añade.
Pasan ya de las 23.00 horas y en su recorrido no se vislumbra ninguno de los nombres que llevan anotados en sus domicilios callejeros. Sacos, mantas y bolsas tiritan solos ante la gelidez de la ciudad, ocultas a simple vista, en José Mardones, Portal de Gamarra y Parque del Norte. “Es noche para valientes”, advierte Langarika. Tampoco en los cajeros de la calle Francia. “Muchas entidades los cierran por la noche para que no puedan entrar e incluso les ponen música para que no concilien el sueño”, reprocha Carretero.
“Concepto de vida”
En las inmediaciones de la plaza de Correos un grito rompe la búsqueda hasta el momento infructuosa. “Hombre, los de la Cruz Roja, ¿cómo estáis amigos?”. “Mónica, ¿qué tal? ¿qué te apetece?”. “Pues lo de siempre: sopa, bocata de atún y zumo”. Se conocen, son muchas las noches en las que mantienen un momento de charla. Tienen una historia detrás, y los voluntarios la saben de primera mano. Mónica es vitoriana. “Soy invisible”, anuncia con cierta ironía ante los ciegos ojos de la sociedad. “Llevo 5 años en la calle y sin ningún tipo de ayuda”. “Muerta de frío” y sujetando el vaso de sopa bien caliente entre sus manos, su compañera María asegura que hoy es su último día en la calle. “Mañana recibo una ayuda de 550 euros y me voy a mi casa. Ya no puedo más”. “Me abandonas”, le reprende Mónica antes de darle un abrazo. La calle les ha unido en mil y una vivencias que afrontan juntas. Sobre unos cartones han acomodado sus mantas, sacos y bolsos. “La maleta es mi seguridad. No la pierdo de vista”, cuenta María, tras sufrir varios hurtos. “A la gente de la calle que nos respeten y no nos roben”, demanda.
Ajeno a la algarabía de sus colegas, Armando escucha un fado en su transistor. “La radio me hace compañía por las noches”, explica. Es de León, pero lleva 35 años en Vitoria. “La calle es muy dura y en invierno todavía más, pero no quiero ir a ningún albergue con horarios ni nada de eso. Prefiero la libertad. Vivir en la calle es mi concepto de vida”. Mientras les asisten, se acerca un joven chaval para pedirles “algo caliente”. Anuncia que acaba de salir del coma tras ingerir “un montón de pastillas” con la intención de suicidarse. Se trata de Iker, originario de Rusia. Fue adoptado y carga con una “vida traumática” desde que, de niño, su madre biológica se quitó la vida. No es la primera vez que él también lo intenta. “Hay muchos jóvenes rusos que fueron adoptados y les devuelven por problemas de adaptación”, aclara Carretero.
En un cajero de la calle Dato duerme Gregor. Es polaco y los voluntarios no le conocen. Se acercan con respeto y le preguntan en inglés si necesita algo. Él desconfía ante los recién llegados. “Hay que ir poco a poco para ganar su confianza. No se fían de nadie. Hoy ha rechazado la ayuda, pero volveremos otro día”. La ruta prosigue por el parque de La Florida, la parroquia del Pilar, el Conservatorio y el antiguo centro comercial de Gazalbide, entre el compadreo y las bromas que se lanzan los voluntarios, hasta llegar a la estación de autobuses pasadas las 0.00 horas. “Acabamos siempre aquí”, anuncia Langarika. “Es donde más gente hay. Son los que más comida reciben porque vaciamos la furgoneta, pero también llegamos con menos ropa y mantas al haberlas repartido antes”.
“Te acostumbras a todo”
Nada más aparcar el vehículo en la estación, van surgiendo personas de la oscuridad que forman una ordenada cola ante su puerta trasera para recibir su sustento. “Hace un frío de la hostia”. Reacios al principio por la presencia de un extraño, un grupo se anima después a hablar. Lahoucine es marroquí y tiene 25 años. Es “panadero” y vino a Vitoria porque le dijeron que había ayudas, pero nada más lejos de la realidad. “Soy listo y me busco la vida, pero aquí no hay trabajo. No dinero, no futuro”, lanza con una rotundidad que hiela más que el paralizante frío de la calle.
Una pareja cuenta que viven bajo el cielo desde que les “echaron de su piso de Bilbao”. A pesar de su dura situación, hablan joviales, evitando cualquier dramatismo. “Aquí se portan bien con nosotros. Nos dejan asearnos en los baños y la gente nos pregunta si necesitamos algo y nos dan cosas”, afirman; mientras toman un colacao, sin parar de golpear contra el suelo sus entumecidos pies y al lado de un reutilizado carrito de bebé que carga con todas sus cosas. “En invierno pasamos mucho tiempo en la estación, ya que solo cierra de 2.00 a 5.00, aunque con este frío es muy difícil coger el sueño”, observan. Al final se abren, probablemente porque precisan ese acercamiento humano del que tanto carecen.
Junto a ellos está Alma. Es “echada pa’alante”, tiene 33 años y procede de Barcelona. Explica que acabó en la calle “por amor”, aunque la dejó “tirada”. Durante el día trata de vender las “pulseras, llaveros y fundas de mechero” que ella misma realiza. Se mueve por “muchas zonas” del Estado y vive a la intemperie por “voluntad propia”. “Me gusta estar a mi aire, sin que nadie me imponga horarios ni normas”, avisa antes de explicar que sus padres “no saben nada”. “La calle es jodida y más por mi condición de trans, aunque te acostumbras a todo”, transmite con energía y seguridad en sí misma. Será cierto eso de que te acostumbras a todo porque varios sintecho desafían a la meteorología con la intención de dormir sobre los bancos de la plaza.
Acabar en la calle
De vuelta a la sede de Cruz Roja, Langarika expone que “cuesta asumir que estás en la calle” y que, por ello, “cada uno se hace el relato que más le sirve”. Es la 1.00 de la madrugada y descargan lo que queda en la furgoneta. Carretero expone que es voluntario porque tiene “miedo” de verse así algún día, ya que “cualquiera puede acabar en la calle”. Su trabajo es gratificante a la par que duro. Difícil no llevárselo a casa. “No fumo, pero al volver a casa me echo un cigarro de limpieza mental”, desvela Carretero. “Conoces gente que merece la pena y recibes más de lo que das”, sentencia Langarika. Esta noche el runrún de la cabeza hará difícil conciliar el sueño, aunque, a buen seguro, que mucho menos que los que lo intentan a ras de suelo.