Hay titulares que rebasan su propio enunciado. Así, si leemos o escuchamos “Tres turistas catalanes muertos a tiros en Afganistán”, no solo entendemos que ha habido un atentado con resultado dramático y fatal. Casi al mismo tiempo, somos conscientes de que, más allá del asesinato execrable y condenable, las víctimas habían cometido una temeridad atroz. El simple hecho de ver las palabras “Afganistán” y “turistas” en una misma frase es un despropósito de magnitud sideral. Quizá hubo un tiempo, antes de la primera invasión soviética, en que el país surasiático, con belleza de postal, todavía era visitable. Pero fue hace casi medio siglo. Desde entonces, las violencias sucesivas de variado signo lo han convertido en lugar terrorífico para los locales y directamente letal para los forasteros. Todo ello, elevado a enésima potencia en los últimos tres años, tras el abandono de las fuerzas armadas occidentales y la toma del control absoluto por parte de los talibán.
No es casualidad que el mismo día en que se produjo la ejecución de los imprudentes viajeros conociéramos también, aunque no llegara a los titulares gordos, que los fanáticos islamistas habían envenenado a 79 niñas de entre 8 y 10 años en el enésimo ataque contra la escolarización femenina. Llámenme despiadado, pero no puedo evitar sentirme infinitamente más conmovido por la razzia contra las criaturas del terruño que por el triste destino de unos aprendices de brujo occidentales que voluntariamente entraron en un avispero que les quedaba grande. Volvemos a estar, aunque con final más dramático, en las mismas de los aguerridos Marcopolos que, el verano pasado, decidieron pegarse un rule a Etiopía a mayor gloria de sus cuentas de Instagram y quedaron atrapados en el fuego cruzado de bandos armados cuya existencia ignoraban. Su repatriación corrió, cómo no, a nuestra costa.