'Doctor en Alaska' fue una serie de culto que se emitió en La 2 durante la primera mitad de los años 90. Sus creadores, Josh Brand y John Falsey, consiguieron que una legión de seguidores se enganchase a las peripecias del médico neoyorquino Joel Fleischman en el entrañable pueblo de Cicely. Interpretado por Rob Morrow, un judío urbanita que choca constantemente con sus extraños y peculiares pacientes, 'Northern Exposure' (su nombre original en inglés) se convirtió en la educación sentimental de muchos telespectadores que, de madrugada, veían pasar los días en aquel lugar remoto y ficticio.
Cicely no existe y la acción tenía lugar en Roslyn (Washington), pero este golpe de realidad era lo de menos: la generación X ya tenía su serie favorita. Durante seis temporadas y 110 episodios, logró también convencer a la crítica y obtuvo el premio Emmy al Mejor drama en 1992, así como dos Globos de Oro. Inexplicablemente, 'Doctor en Alaska' no se puede revisitar en las plataformas digitales y es la única gran serie de los años 90 que se ha quedado fuera de los catálogos online legales. Queda el recuerdo del neurótico doctor Fleischman y del resto del elenco con el que acabó formando una curiosa familia que lanzaba profundas divagaciones filosóficas.
En 1991, en el periódico Time diseccionaban la serie a la perfección: "Es la fantasía romántica que un yuppie de la gran ciudad tiene de un pequeño pueblo más que una imagen realista de la vida de Alaska. No hay intolerancia ni estrechez de miras en este pequeño pueblo; los residentes son todos intelectuales. Los vecinos leen a D.H. Lawrence y citan a Voltaire; en la taberna local tienen a Louis Armstrong y Mildred Bailey en el tocadiscos". Entonces, ¿cómo es realmente este subcontinente norteamericano en el que campan a sus anchas animales salvajes? ¿Quiénes fueron los primeros habitantes?
Estas preguntas y otras se responden a continuación tomando como referencia los consejos y recomendaciones de la guía Lonely Planet. Para empezar, un pequeño apunte. Alrededor de Alaska se ha forjado un mito que encaja como un guante en excursionistas avanzados y aventureros románticos. Lo cuenta Jon Krakauer en su libro 'Hacia Rutas Salvajes' ('Into the Wild'), que más adelante llevaría al cine Sean Penn; representa el culmen de soñadores como Christopher McCandless, un joven veinteañero que se marchó de casa sin decir nada a nadie y que fue a buscar su reducto de felicidad y bienestar a este lugar del mundo. Alaska era su Shangri-La.
LA GRAN EPOPEYA NORTEAMERICANA
Bautizado por los rusos como 'La Gran Tierra' o 'Donde el mar se rompe la espalda' por el pueblo aborigen de los aleutas, todo en Alaska adquiere tintes grandilocuentes y épicos. Se encuentra la cumbre más alta de los Estados Unidos (el monte Denali, con 6.194 metros de altitud) y abarca una superficie total de 1.717.854 kilómetros cuadrados. Junto con Hawái, es uno de los dos únicos estados del país que no limita con otro Estado. Su bandera es una preciosidad: sobre un fondo azul destaca un grupo de estrellas que forman la constelación de la Osa Mayor y, en la esquina superior derecha, sola, se aprecia la estrella polar.
Ojo a su accidentada historia, una suma de las clásicas epopeyas griegas que no desentonarían en 'Braveheart' o 'Espartaco'. No le falta un solo ingrediente. Según Lonely Planet: "Migraciones masivas, aniquilación cultural, una fiebre del oro y otra del petróleo. Desde la llegada de las colonias europeas, su historia ha estado ligada a la adquisición de vastos recursos naturales".
La historia de Alaska es antiquísima y dicen que se remonta a los habitantes de origen asiático que se instalaron en estas tierras hace más de 15.000 años. No lo hicieron con un afán explorador; seguían el rastro de los animales en busca de alimentos y ropa. Estos primeros alasqueños se aprovecharon de una excepcional glaciación que bajó el nivel del mar y creó un puente de tierra de 1500 kilómetros entre Siberia y Alaska.
FIEBRE EUROPEA
De no ser por este inusual fenómeno natural, las tribus nómadas no se habrían encontrado con esta región tan fácilmente. O tal vez habrían buscado otra fórmula, quién sabe. Pero lo cierto es que, a partir de su llegada, Norteamérica empezó a llenarse de gente. Desde los actuales límites estadounidenses a la British Columbia de Canadá, se asentaron los pueblos nativos de los aleutas, iñupiat y yupik, entre otros.
Los europeos tardarían mucho tiempo en atreverse a descubrir el gélido y hostil territorio del Pacífico Norte. Los historiadores coinciden en afirmar que el primer occidental en llegar a las aguas del noroeste de América fue, en 1640, Bartolomé Da Fonte, un navegador español con vínculos portugueses. Dejó más huella el danés Vitus Bering, que seguía las órdenes del zar de Rusia, casi 90 años más tarde.
"En 1728 las exploraciones de Bering demostraron que América y Asia eran dos continentes separados. Trece años después, Bering se convirtió en el primer europeo en pisar Alaska, cerca de Cordova", señalan en la guía de viaje. No todo fueron buenas noticias: Bering y buena parte de su tripulación murieron de escorbuto durante ese viaje, "pero su teniente de navío volvió a Europa con pieles e historias sobre las fabulosas colonias de focas y nutrias". Aquel episodio fue el desencadenante de la fiebre occidental por Alaska.
TERRITORIO GRIZZLY
Anthony David Montoya, un chico de 18 años natural de Oklahoma, trabajaba en una mina de plata en la isla de Almiralty, al sureste del Estado que congrega la población más numerosa de osos del país. En otoño de 2018, Montoya se encontraba en una de las mayores productoras de plata del mundo, a 29 kilómetros de la capital de Alaska, Juneay. Sin previo aviso, el joven fue atacado por una hembra grizzly acompañada de sus dos crías. Estos trágicos episodios no son habituales, afirman las autoridades, y se producen en contadas ocasiones.
Los osos pueden llegar a superar los 600 kilos y solo en Alaska se contabiliza una población aproximada de 30.000 ejemplares. En el Parque Nacional y Reserva Katmai, conocido por sus volcanes y osos pardos, se observan estos animales bajo la atenta vigilancia de los supervisores, que recomiendan desplazarse primero en hidroavión hasta Brooks Camp. Los meses más propicios para observar a los hermosos mamíferos en su hábitat natural, cazando salmones al vuelo, por ejemplo, son julio y septiembre. El viajero y escritor Miquel Silvestre recorrió en 2012 Alaska en moto solo para fotografiar los peludos osos marrones. "A pesar del riesgo, la atracción es irresistible", cuenta. "El hombre y la bestia. Siempre enfrentados, siempre buscándose mutuamente".
ROMPIENDO EL HIELO
Otra parada imprescindible nos lleva a la Bahía de los Glaciares. Lo más habitual es subirse a uno de los barcos turísticos que inician su recorrido en Janeau o en otras partes del sudeste de Alaska. Quienes han tenido la suerte de realizar la travesía, describen un espectáculo apasionante en el que no faltan leones marinos, frailecillos corniculados "e incluso una manada de orcas", cuando los icebergs de todas las formas y tonos azulados aparecen en el Parque Nacional. A la hora de comer, se remata el apabullante viaje: "Los barcos alcanzan el glaciar Margerie y los siguientes 30 minutos los viajeros pueden ver y escuchar enormes pedazos de hielo desprendiéndose del glaciar en un espectáculo visual y sonoro impresionante".
McKinley: Sólo para expertos
En los últimos años hemos visto cómo al mismísimo Everest (8.848 metros) se le perdía el respeto y se convertía en un negocio más. Se calcula que unas mil personas suben a al techo del mundo desde la vertiente china o nepalí, con un desembolso por persona de decenas de miles de euros. Muchos han muerto en el intento, pero el ego de los adinerados viajeros unido al ansia comercial de los locales hace que el fenómeno no desfallezca. Los selfies y stories de Instagram en montañas que superan los 3.000 metros son ya habituales. El mundo tiene que saber al instante las proezas que realizamos a diario.
En Denali o McKinley, una mole de hielo y granito de 6.194 metros, no hay turistas ni fotos con imágenes retocadas por los filtros. Las prioridades son otras, las redes sociales quedan al margen. La supervivencia, superar un miedo atroz o no abandonar la escalada antes de tiempo son algunas de las cuestiones que atormentan a los alpinistas que se han atrevido a recorrer la empinada cara sur de la montaña de Alaska. En 1984 los eslovacos Tono Krizo, Frantisek Korl y Blazej Adam abrieron el camino y llegaron a la cumbre por primera vez.
Denali atrae a algunos de los más avezados montañeros del mundo. El McKinley vivió el pasado 20 de mayo un récord increíble: los norteamericanos Alan Rousseau, Matt Cornell y Jackson Marvell solo necesitaron 21 horas para alcanzar la cima, lo que supone tres veces menos que la marca anterior, fijada en 60 horas. Los alpinistas del siglo XXI vienen pisando fuerte, dejando su impronta y superando a sus maestros. No debemos olvidar dos cosas más: el paisaje de campos de tundra y riscos policromáticos que maravillan al visitante y su Parque Nacional, accesible por autobús y que desde el propio Gobierno federal dicen que es el "hogar de la vida salvaje".
En Denali hay una sola carretera: 92 millas de tierrilla y grava que cruzan el parque de este a oeste. El propósito del Parque Nacional, establecido como tal por el Congreso de los Estados Unidos en 1917, era proteger la naturaleza y poner freno a la caza de animales. Hoy, en Denali no encontrarás hoteles y las acampadas están muy restringidas. Es el reino de la vida salvaje: su gestión se ha realizado en beneficio de la fauna y la flora.