Te puedes cruzar con uno durante un día de asueto en un idílico río. Lo reconocerás porque, aunque acostumbran a ir en grupo, este va por libre. Dispuesto a comerse el mundo antes de que se lo coman a él, ha perdido el sentido de la autoprotección y va dando saltos como si no hubiera un mañana, con desprecio de su integridad física. Antes de juzgarle, entiende que no va colocado por gusto. Va cargado de ansiolíticos porque, literalmente, los respira y se viene arriba; pero su ardor juvenil puede costarle la vida. Y la culpa es tuya y mía, que hemos vertido a los ríos benzodiacepinas. Pobres salmones...
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