El callejero de Glasgow, retorcido, repleto de curvas, en la tempestad, invocó a los locos maravillosos a la conquista del Mundial. Tipos valientes, hábiles, hambrientos y exuberantes dispuestos a asaltar el cielo para posarse sobre el arcoíris. La carrera de todos los colores pintó la sonrisa de Mathieu van der Poel. El neerlandés, colosal, se entronizó después de una competición majestuosa, onírica. De ensueño.
Van der Poel se ungió con el oro en solitario tras una enorme exhibición. Van Aert se quedó con la plata y para Pogacar fue el bronce. El esloveno batió a Pedersen en el esprint. Van der Poel, campeón de campeones tras un viaje lisérgico a las entrañas del ciclismo desmedido, salvaje, temerario, puro. Nadie lo representa mejor que él. Es un ciclista sin edulcorantes.
Una lluvia de estrellas indicó el camino al trono mundial, un lugar en la historia donde luce la pose brutalista e histriónica de Van der Poel, rey de reyes en Glasgow. Se colgó el oro con el codo y la rodilla ensangrentados cuando se lijó en una curva.
Maillot roto, ambición intacta. Resistió. Gritó libertad en Escocia. Braveheart. Fue el relato de una guerra de guerrillas repleta de generales con estrellas. Una locura maravillosa que reivindicó el mejor ciclismo. Apoteósico.
Ni la caída le frena
Ni una caída pudo derribar al bárbaro Van der Poel, que entró con las manos desnudas al Olimpo. Pelea a puñetazo limpio el neerlandés. El pasado año acabó en comisaría en Australia tras una bronca en un hotel. Un almanaque después se pintó con el arcoíris en un Mundial histórico. Van der Poel, que ha coleccionado la Milán San Remo y la París-Roubaix el presente curso, cerró la trilogía con el Mundial.
Los mejores muchachos disfrutando de la bici en pleno agosto. El éxtasis. El apogeo de los estímulos, las pulsiones y las pasiones. Desatados. Las bicicletas son para el verano. Incluso bajo la lluvia. Tormenta de verano. Cruzó el arcoíris el cielo de Glasgow y eligió a Van der Poel en un escenario dantesco, en medio de la tempestad, que congela el corazón y achica el alma, una carrera apocalíptica que llenó la morgue de cadáveres.
Apocalipsis Now. En la barbarie se coronó Van der Poel, una bestia parda. Un hombre llamado caballo. Recogió el testigo de Zoetemelk, el último neerlandés en cobrarse el Mundial. Fue en 1985. Su abuelo, Raymond Poulidor, fue bronce en en 1961. Su padre, Adrie, plata, en 1983. Él se hizo de oro.
Fuga y protesta
Cuando el Mundial aún no lo era, Rien Schuurhuis, el embajador del Papa, la bandera del Vaticano, mantuvo la jerarquía que se le supone a la Iglesia. Con 40 años, el neerlandés se puso en el frente a modo de un cruzado. En el reino de Dios imperan las leyes celestiales.
En la carretera manda la religión pagana, que no hace distinciones entre las sandalias de pescador o los crucifijos de oro y los anillos brillantes del poder. Schuurhuis contaba con el manto protector de la Iglesia, pero la mano de Dios no le empujó lo suficiente para alcanzar la fuga de todos los mundiales.
Se quedó entre dos tierras, la que pisaba y la prometida. No pudo levitar. La fuga costumbrista, la que sirve de lanzadera con Gamper, Townsend, Doull, Dingham, Tejada, Vermaerke, Christensen, Neilands y Kelemen fue una utopía para Schuurhuis.
La Iglesia no pudo evangelizar ante los herejes que salieron con prisas de Edimburgo rumbo a Glasgow en una travesía de 271 kilómetros, más de la mitad de ellos en un circuito urbano burlón, técnico y repleto de curvas, 48 por cada vuelta.
Antes, por los paisajes verdes de las Highlands unos manifestantes se pegaron al asfalto con cemento en las manos en señal de protesta. El Mundial frenó en seco hasta que consiguieron arrancarlos del asfalto. No había ningún Hinault en el pelotón con ganas de pegarse con quienes se manifestaban. El Mundial continuó sin Fernando Gaviria, que se cayó y tuvo que abandonar con la clavícula tocada.
Carrera de supervivencia
Peter Sagan, tres veces campeón del mundo, un icono, el hombre que fue arcoíris, el que iluminó con las luces de todos los colores el ciclismo, abandonó en silencia cuando a la carrera le faltaba un mundo.
Se acercó al box de Eslovaquia y dejó la carrera con discreción, en silencio. En ocasiones, lo más grandes se recogen sin ruido. En su último baile, Sagan salió con las manos en los bolsillos y la nostalgia sobre los hombros por la puerta de servicio.
No había sitio para él en la pista de baile de Glasgow, un compendio de curvas y látigos. Un Mundial para la flagelación. ¡Bailad malditos! Los chasquidos deshilacharon a Alaphilippe, bicampeón del mundo, Asgreen o Philipsen.
Laporte, víctima de un pinchazo, también se perdió en el laberinto. Azparren y Ezquerra se apagaron en un circuito ratonero donde empujaban salvajes, los daneses. Ion Izagirre y Alex Aranburu se sostenían en las arterias de Glasgow, donde el corazón latía desaforado. El caos.
Evenepoel, con problemas
Evenepoel mostró la cresta de gallo en el grupo de elegidos, donde respiraban los dos guipuzcoanos en una carrera que jadeaba. Una estampida. Una huida hacia delante. Sin respiro. A todo gas. Oleaje. Una tormenta de vatios. Van der Poel, un ciclista atómico, se agitó. Fue el anuncio.
Pogacar, Van Aert, Pedersen e Izagirre, entre otros, soportaron las descarga eléctrica. El chispazo arañó a Evenepoel. Pogacar, que es una llamarada, se encrespó en un repecho. Cayó Trentin. Fuera de combate el italiano. El lenguaje de la supervivencia en cada adoquín, el frenesí como bandera. Una masacre.
Van der Poel se anuncia
Van der Poel, una bestia, conformó el grupo salvaje con una arrancada sobrenatural. Pura potencia. Estalló todo por los aires. Polvo de estrellas. Cuando se aclaró el eco de la detonación, a más de 70 kilómetros de encontrarse con el arcoíris, quedaban en pie Van Aert, Pogacar, Bettiol, Clarke y Pedersen. El Mundial anidaba entre los elegidos. Depredadores.
Por detrás, se desgañitaba Evenepoel. Se engancharon los rastreadores porque la conjunción de luminarias se cegó con tanta luz. Ion Izagirre tuvo que abandonar la escena. Aranburu se agarraba como podía en una sucesión de ataques y contras hasta que dijo basta.
En ese baile espasmódico, Bettiol se lanzó a la aventura como una poesía melancólica sobre un asfalto de espejo. Resbaladizo. La inquietud y la tensión abrazaban la fatiga. La mesa de los reyes respondió al envite. Pogacar, Van der Poel, Van Aert y Pedersen trenzaron su ambición para someter al italiano, que no tenía intención de dimitir en medio de la tempestad.
El cielo desplomado sobre Glasgow sepultó a Evenepoel. Hercúleo, Van der Poel elevó el tono cuando cazaron a Bettiol, que se desgajó de pura agonía. Tras la carga de profundidad de Van der Poel, sólo quedó él a falta de 22 kilómetros para meta. Un hombre y un destino. El neerlandés, de rompe y rasga, lo destrozó todo. Nada se interpuso en su senda a la gloria. Se elevó al cielo por aplastamiento. Van der Poel somete al mundo.