Después del costumbrismo de la fuga que tricotó a Bohli, Imhof, Dal-Cin y Zukowsky, de los kilómetros que apenas sirven para apilarlos en las piernas, esos que solo figuran para dibujar todos los cansancios en los rostros, la lluvia, que viajaba en nubes negras sin timón, descargó su ira. La tempestad hizo palanca en un paisaje idílico, en Suiza, un país tan ordenado que parece un maqueta, la creación de un paisajista. En ese territorio empujó el mal tiempo y se erizó el pelotón, de repente con la guardia alta y la mirada baja, puesta en el asfalto, convertido en un espejo, donde las caras reflejaban inquietud y temor. Se aceleró el pulso y en un final tormentoso, el paraje suizo, siempre bucólico y pastoril, mutó en una clásica de aspecto hosco y mirada torva. Un final formidable.
En ese ecosistema que exige fortaleza, resistencia y ambición se elevó varios cuerpos por encima del resto Mathieu van der Poel, que es un pelotón en sí mismo. El neerlandés supo sostenerse en la subida que desgranó la segunda jornada del Tour de Suiza para descerrajar su potencia desmesurada, su brutal arrancada. Caballo salvaje. Imparable. Indomable. Dos meses después de su última carrera y de haberse agarrado a la bici de montaña, Van der Poel regresó con su pose de gigante. El neerlandés, que debuta en la prueba helvética, hiló su quinto triunfo del curso después de sumar con anterioridad una victoria en el UAE Tour, llevarse la Strade Bianche y vencer dos jornadas en la Tirreno-Adriático. Nada de le resiste a Van der Poel.
Las praderas, verdes, bebían la lluvia, desprendida de una friso de todos los grises. Van der Poel asomó con sus hombros de culturista. Fue su aviso a 50 kilómetros de meta. Omar Fraile, hombre de mar, de Santurtzi, brotó con la lluvia. Fraile se postuló en el radio de acción del tremebundo neerlandés. Por allí también giraba Stefan Küng, el líder que logró el amarillo en una crono. Un suizo que se entiende con el reloj. Salvó el liderato por un segundo. Alaphilippe, el ciclista de todos los colores, campeón del mundo, también se alineó con los mejores. La carrera había subido de decibelios. Era el momento de estar como lágrimas en la lluvia. Bohli e Imhof, suizos, dejaron atrás a los canadienses Dal-Cin y Zukowsky. Era una carrera contra sí mismos. En realidad su destino lo gestionaba el grupo de los elegidos.
Litschstrasse, el último puerto, marcaba la frontera de la segunda etapa. En realidad era un paso aduanero. La lluvia se apartó del frente. La primavera da para cambios de estaciones en un puñado de kilómetros. Bohli estalló. Imhof no claudicó. Fuglsang, Chaves, Van der Poel, Urán, Küng, Alaphilippe y Carapaz se vigilaban. Miradas en primer plano. Se presentó otra vez la tormenta. Los caprichos de la naturaleza, enfadada, mostrando su poder. Imhof huía de las fauces de la ambición de los nobles. Devenyns azuzó a Alaphilippe. Imhof era el pasado. El campeón del mundo arrastró a Carapaz, Schachmann, Cortina, Woods, Fuglsang, Van der Poel, Hirschi y Poels. Los elegidos. Küng se alistó al sufrimiento.
VAN DER POEL, SIN PIEDAD
El francés, eléctrico, soltó otro chasquido de luz en la corona. El descenso era un cúmulo de neones. Luces estelares. Alaphilippe, pizpireto, que completó una buena crono, tendía el cable que seleccionó a los más fuertes. Van der Poel, fiel a sí mismo, se despegó en cuanto el grupo aterrizó en el llano. Temperamental. Arrebatador. Fuglsang no pudo rastrearle. Tampoco el francés. Schachmann, campeón de la París-Niza, tocó el hombro del neerlandés. Compartían sidecar. Poels les acarició pero no conectó. Van der Poel y Schachmann se lanzaron el último vistazo. El alemán buscó la sorpresa. Imposible. El neerlandés percutió. Bisonte en estampida. Sonó su disparo. Estallido de champán. Portentoso, Schachmann no pudo seguir el oleaje de su estela. Van der Poel es una bomba. Tras el eco de su rotundo triunfo, a cuatro segundos, llegó el grupo de Alaphilippe. Al campeón del Mundo le faltó un segundo para derrocar a Küng, que se mantuvo en pie tras la onda expansiva de Van der Poel.